jueves, mayo 26, 2016

La Unión - Lobo Hombre en París

SIETECULEBRAS Y MARIO GUEVARA PAREDES: 25 AÑOS DE LA REVISTA ANDINA DE CULTURA



Por Jorge Ladino Gaitán Bayona,
Profesor de la Universidad del Tolima, Colombia,



En Cusco, el ombligo del mundo según los Incas, nació en 1991 Sieteculebras,revista Andina de Cultura. Treinta y ocho números hasta 2015 y la persistencia del director Mario Guevara Paredes por continuar la senda constituyen una gesta en el ámbito cultural latinoamericano. No es un secreto que nacen múltiples revistas, pero pocas alcanzan una vida de largo aliento. Como bien lo destaca Mario Guevara en una entrevista concedida a Daniela Melo Morales: 

“El proceso ha sido largo y trabajoso porque luchamos contra la desidia de un Estado (el peruano) que le importa poco o nada la cultura viva. La revista se editó en una etapa nefasta para la cultura peruana como fue la fujimorista. Al gobierno del mafioso Fujimori la cultura le importaba un carajo. Fueron diez años de incansable batallar contra la mediocridad reinante en los entes encargados de difundir cultura. A los gobiernos que han seguido al de Fujimori, tampoco les importa la cultura porque, según ellos, no es de prioridad nacional. Ahora, nuestra principal proyección es seguir editando la revista por muchos años más. Además, digitalizarla y hacerla conocida en las redes” (Entrevista para la revista Ergoletrías, de la Universidad del Tolima, 2014).


Sieteculebras es un espacio intercultural en el que dialogan literaturas del Perú, Latinoamérica y el Mundo. Lo local y lo universal, lo prehispánico y lo postmoderno,  convergen en bellas ediciones que circulan por el mundo. La revista, de carácter independiente y sin sesgos ideológicos, recoge cuentos, poemas, entrevistas, reseñas y ensayos de autores peruanos y extranjeros. A nivel de crítica literaria, sus páginas están abiertas a reflexiones juiciosas de las propuestas estéticas tanto de autores contemporáneos, como también de voces emergentes que generan otros encuentros con la belleza, las cuales, muchas veces, son invisibilizadas por  la academia y el mercado.

Con relación al título de la revista, el escritor, periodista y crítico literario Rafael Ojeda señala en su artículo “Sieteculebras en la ciudad de Córdoba”: “El nombre de la revista Sieteculebras se inspira en el nombre de aquella conocida calle cusqueña: la calle Siete Culebras. Una calle inca, de las más hermosas de Cusco, ubicada en el lugar conocido durante el periodo incaico como Amaru Ccata, que en aquella época se caracterizaba por tener catorce serpientes en relieve, grabadas o esculpidas en las paredes de piedra, siete a cada lado, lugar que con el paso de los años se convirtió en la calle Siete Culebras” (artículo incluido en el No. 38 de la Revista Sieteculebras, 2015). 


Sieteculebras tiene colaboradores y corresponsales en varios países del mundo. Su director, Mario Guevara Paredes (1956), es narrador, guionista de cine, promotor cultural y autor de los libros: El desaparecido; Fuego del sur, tres narradores cusqueños; Matar al negro; Usted, nuestra amante latinoamericana; y Cazador de gringas. Este último, con varias ediciones al presente, es fundamental en la historia del cuento peruano. El relato que da título al libro introduce al arte  un nuevo concepto: el brichero,   es decir, “un irresistible conquistador de extranjeras (…) constructor de lazos perdurables entre el Perú de los Incas y las naciones gringas de éste y del otro lado del océano”, tal como lo define Eduardo González Viaña, profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Berkeley de los Estados Unidos, en un prólogo de Cazador de gringas. El brichero aprovecha su condición de mestizo peruano para seducir extranjeras mediante una curiosa combinación de saber local y saber universal: hablar de mitos, símbolos y maravillas arqueológicas incas, pero también hablar en inglés y bailar adecuadamente ritmos extranjeros. Cazador de gringas fue llevada al cine por el director peruano César Galindo y en la versión libre del cuento intervino como guionista el propio Mario Guevara.

Veinticinco años de persistencia han hecho que, número tras número, Sieteculebras sea una de las revistas claves en el panorama latinoamericano, con una emergente proyección internacional gracias al esfuerzo de su director, el escritor Mario Guevara Paredes. Su ejemplo es valioso, incluso, como prueba de que las regiones –ajenas al centralismo de las capitales- pueden generar dinamismo cultural conectado lo local con lo universal.   Es una labor quijotesca la del escritor peruano en  una Latinoamérica donde el arte no ocupa un papel protagónico en las agendas políticas. Tanto Mario Guevara, como todos los escritores y lectores que mantienen viva la revista Sieteculebras,  son la mejor evidencia de que “las personas son del tamaño de sus sueños¨, así como lo expresa un verso del poeta portugués Fernando Pessoa. 

miércoles, mayo 25, 2016

MAGNICIDIO DE JORGE ELIÉCER GAITÁN Y METAFICCIÓN HISTORIOGRÁFICA EN VIDA FELIZ DE UN JOVEN LLAMADO ESTEBAN



Por Jorge Ladino Gaitán Bayona.
Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima.




Preámbulo



Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000), del escritor bogotano Santiago Gamboa, seduce al lector porque funciona como una novela de artista, en tanto se releva la relación de alguien que aspira a escritor con la tradición literaria, la academia y la patria de nacimiento. La propuesta metaficcional de carácter historiográfico –ficción que se piensa a sí misma e indaga su relación problemática con los referentes históricos- ofrece un panorama crítico de Colombia desde de la década del cuarenta a la del noventa. Frente a los hechos conflictivos y violentos sobre los cuales la ficción arroja sus dardos críticos, la novela del autor bogotano prioriza el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, desencadenante del periodo conocido como la Violencia (1948-1964). Para abordar estos aspectos resulta primordial tener en cuenta postulados sobre la metaficción historiográfica de Linda Hutcheon, Patricia Waugh, Carlos Rincón y Santiago Juan Navarro. Del mismo modo, es pertinente revisar las posturas de William Ospina  con relación al pasado colombiano en su libro ¿Dónde está la franja amarilla? Previo al estudio de la novela, se ofrece una breve aproximación al concepto de metaficción historiográfica.

La metaficción  historiográfica y sus dardos críticos al pasado

En La no simultaneidad de lo simultáneo, postmodernidad, globalización y cultura en América Latina (1995), el crítico colombiano Carlos Rincón resalta que en los años sesenta había tanteos teóricos sobre la literatura autorreflexiva, autoconsciente o metaficcional. La década del setenta generó una mayor indagación del fenómeno y la legitimación del concepto: “el término metaficción es desde 1970, dentro de la formación discursiva norteamericana, sinónimo de ficción postmoderna” (p.  147).  
El acta de nacimiento del término metaficción está en Fiction and the Figures  of Life (1970), del escritor y crítico norteamericano William Howard Gass. La metaficción designa aquellas obras literarias que autoconscientemente dan cuenta de su estructura, las dificultades de la representación, su condición de artificio verbal y artefacto ideológico. Una obra metaficcional narra una historia, a la vez tematiza sobre el proceso de la escritura y sus nexos problemáticos con las nociones de verdad, realidad e historia (esta última tanto como acontecer  como práctica discursiva).
Si bien el término es reciente, varias de las características que se atribuyen a la metaficción tienen lejanos antecedentes.  La autoconsciencia literaria está presente en innumerables obras clásicas y modernas: La Odisea, La Divina Comedia, El Decamerón, Don Quijote de la Mancha, Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, entre otras. La literatura autoconsciente tiene una larga tradición, por lo cual “es preciso distinguir entre el origen del término y el fenómeno en sí mismo” (Cifre Wibrow, 2005, p. 56). Lo que ocurre es que, desde las últimas décadas  del siglo XX, la metaficción  se convierte  en  “impulso   dominante” (Rincón, 1995, p. 32).
Frente a las relaciones problemáticas que pueden establecerse entre texto, realidad e historia, resulta clave la definición de Patricia Waugh en Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction (1984):

La metaficción es un término dado a la escritura ficcional que autoconsciente y sistemáticamente orienta la atención en su carácter de artefacto en orden a cuestionar la relación entre ficción y realidad. Al proveer una crítica de sus propios métodos de construcción, tales escrituras no sólo examinan las estructuras fundamentales de la ficción narrativa, también exploran la posible ficcionalidad del mundo exterior al texto literario (p. 64).

 La metaficción, aparte de su mirada introspectiva hacia la estructura de un relato, se atreve a poner en sospecha las ficciones exteriores al mundo del texto literario sobre las cuales un país erige ideas de nación e historia patria. Aquí adquiere un sentido enorme la metaficción que revisita el pasado en forma crítica, subvirtiendo la historiografía.
En el prefacio a la edición de 1984 de Narcissistic  Narrative: the metafictional paradox Linda Hutcheon advierte: “Desde que La narrativa narcisista fue publicada,  un tipo particular de metaficción se ha vuelto especialmente popular: lo que nosotros podríamos llamar la variable historiográfica” (p. XIV). El nombre que habría de usar en adelante sería el de metaficción historiográfica y sobre ella profundizaría en su libro A Poetics of postmodernism (1988).
La metaficción historiográfica es intensamente autorreflexiva, “repiensa y retrabaja las formas y contenidos del pasado” (Hutcheon, 1988, p. 5). Se mueve entre las convenciones generando repeticiones y diferencias. Como lo reafirma Hutcheon en Historiographic metafiction, parody and intertextuality of  history (1989), en este tipo de novela “las convenciones tanto de la ficción como de la historiografía son simultáneamente  usadas y abusadas, instaladas y subvertidas, aceptadas y negadas” (p. 5).  Su estrecha relación con el pasado y con los intertextos de la historia no es nostálgica, sino profundamente irónica y polémica. La metaficción historiográfica tiene variados “puntos de intersección entre ficción e historia” (p.  229); a esta última la interroga, la recusa, la somete a giros inesperados, la ironiza y deja ver sus lados sombríos.
Sobre la metaficción historiográfica es conveniente añadir que Santiago Juan Navarro tiene varias indagaciones en su libro Posmodernismo y  metaficción historiográfica: una perspectiva interamericana (2002). Subraya que la metaficción historiográfica responde a dos impulsos: “uno centrípeto que se manifiesta en un aparente narcisismo narrativo, otro centrífugo que lo lleva a explorar el contexto en el que se inscribe” (p. 17).
La metaficción historiográfica pone en crisis el pasado haciendo uso de recursos y estrategias narrativas que dan complejidad estética e ideológica a los textos literarios, a partir de la desentronización de la historia patria y sus prohombres, el uso recurrente de la intertextualidad, la ironía y la parodia. Ella, en vez del orgullo por tiempos pretéritos, reevalúa el pasado, rehistoriza, relativiza las imágenes que se tienen sobre la “Historia”, particularmente la oficial, casi sacra, conmemorativa y silenciadora de otras historias.


Apuntes sobre Vida feliz de un joven llamado Esteban

El protagonista-escritor se llama Esteban Hinestroza. Había llegado a la capital francesa en 1990 para efectuar estudios de doctorado en literatura en la Sorbona. Creía que  “allí encontraría temas, historias, experiencias que me llevarían ser una persona mejor y, en consecuencia, un mejor escritor” (Gamboa, 2000, p. 338).  En la capital francesa dirige sus ojos al pasado. Todo el tiempo, conexo a la historia de su entorno familiar y sus seres cercanos, se cuentan hechos significativos del pasado de Colombia.  Refiere la soledad del crudo invierno parisino que le resulta estratégico para dar forma a su creación: “La memoria es generosa para los que se quedan en casa” (p. 95).   Dicha declaración alude  a esa casa espiritual y afectiva que es la patria, la que puede llevarse a otros lados. El migrante, así se halle en tierras foráneas está buena parte de su tiempo rememorando las cosas acontecidas en su territorio de origen. El país es visto, recreado y analizado desde los personajes que toman la palabra.
Vida feliz de un joven llamado Esteban es, incluso, un título paradójico: el narrador protagonista sabe que tiene garantizado su porvenir en Paris a nivel económico y profesional como periodista, pero esa felicidad es reducida a la sobrevivencia. Otra cosa es la vida en la cual gravita el dolor de la memoria y la angustia de saber a su contexto de origen sumergido aún en múltiples formas de violencia. ¿De qué le sirve estar bien en lo económico cuando el país al que se pertenece –no Francia como “patria de destino”- es un cuerpo enfermo que se niega a reconocerlo?
La  saga familiar de Esteban Hinestroza es, a la vez, un grabado desencantado de una nación en la cual la muerte, la injusticia y el olvido imponen sus dictámenes. Subyace una metaficción historiográfica donde la autoconsciencia narrativa da cuenta de un pasado que no es visto con simple nostalgia,  sino revisitado  y puesto bajo sospecha. Dicha metaficción historiográfica recrea el “estatuto ontológico del relato” (Hutcheon, 1980, p. 39) y posibilita “una revisita crítica, un diálogo irónico con el pasado” (Hutcheon, 1989, p. 4). En  este sentido,  la novela de Santiago Gamboa se reconoce comprometida con la reflexión histórica:

Yo esto no lo recuerdo, claro. No podría. Lo leí y lo escuché. Y lo sigo leyendo y ahora lo escribo porque estas cosas uno tiene el deber de recordarlas. No por venganza, sino porque haya justicia, pues las páginas de un libro son también el lugar por el que hablan los que ya no están, donde se cuelan y gritan las voces del pasado. Porque la historia tiende a ser injusta y casi siempre reparte la culpa entre el verdugo y su víctima (Gamboa, 2000, p. 69).

La literatura nominaliza malestares, no oculta heridas sino que las evidencia, explora y recrea, al fin de cuentas “el escritor tiene el deber de ser parte de su tierra y de su época” (Ospina, 1997, p. 7). No obstante, el deber de memoria no descuida la moral de la forma artística para no reducirse al panfleto. De ahí la grata lectura que brinda la novela de Santiago Gamboa: su frescura en el lenguaje y la fuerza de los personajes. La intertextualidad enriquece una obra en la cual la literatura y la historia nacional entrecruzan sus relatos. Es una novela donde la sencillez en la expresión contiene la gravidez  y el peso de la historia. Hay un compromiso frente al pasado que no descuida la elaboración estética y pone en consideración las deudas del colombiano actual con los colombianos de otros tiempos. 


El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán

Vida feliz de un joven llamado Esteban recrea uno de los acontecimientos más traumáticos en la historia de Colombia: el asesinato del abogado y líder liberal Jorge Eliécer Gaitán Ayala el 9 de abril de 1948, quizás la figura política con mayor aceptación  en todo el siglo XX en el país.  Tenía enorme respaldo popular para llegar a la presidencia en 1950. 
La novela juega con elementos biográficos y cronológicos para entronizar la figura del líder político. Estudió Derecho en la Universidad Nacional. Desde su tesis de grado en 1924 ya dejaba evidente sus orientaciones políticas: Las ideas socialistas en Colombia. Su especialización en Derecho Penal fue en la prestigiosa Real Universidad de Roma. Por sus logros académicos, su tesis Sobre la posible premeditación en los elementos atenuantes de un crimen (1927), se le otorgó el privilegio de ser el primer latinoamericano en convertirse en miembro de la Sociedad Internacional de Derecho Penal (grupo itálico), “la más notable institución del mundo en dicho campo y en cuyo seno figuraron celebridades jurídicas como Ferri, Garófalo, Gandolfi, Altavilla, Manzini y otros maestros de fama universal” (Pérez Silva, 1996, p. 530).  En Colombia efectuó una brillante carrera como abogado. Con el partido liberal fue representante a la Cámara y senador. En el Congreso de la República presentó diversos proyectos para garantizar los derechos de salud, trabajo y huelga de los trabajadores. En defensa de los intereses de estos últimos fue una de las voces más punzantes contra el gobierno de Miguel Abadía Méndez por la Masacre de las Bananeras en 1928.
La ficción  recuerda las actividades políticas de Jorge Eliécer Gaitán, en quien la mayoría de la población de escasos recursos cifró sus esperanzas de justicia social. Tenía un ideario político claro sobre el rumbo del país, sin embargo, por cuestiones de estrategia, transitó del liberalismo al socialismo y viceversa. De hecho, en 1933 junto con Carlos Arango Vélez y otros intelectuales liberales con simpatías hacia el socialismo fundó la Unión  Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR). A los pocos años comprendió las dificultades de llegar a niveles de poder más altos sin estar amparado por un movimiento político de mayor envergadura y tradición. Retornó al partido liberal, consciente de que esta era una opción necesaria para aspirar a la presidencia y desde allí favorecer a las clases oprimidas, así luego tuviera que entrar en contravía con viejos caciques liberales a los que criticó por obstaculizar la modernidad en Colombia.  Al respecto, el protagonista de la novela puntualiza:

La originalidad era que Gaitán no era socialista. Al menos no en el sentido de la época. Lo dijo siempre Darío, nuestro tío abuelo, que trabajó a su lado como director de La Jornada, el diario liberal del Gaitanismo, y lo dijeron todos: Jorge Eliécer Gaitán nunca se entendió con el partido. Sentía por ellos una profunda antipatía, tanta que su escolta se les enfrentó muchas veces a puñetazos. Otra cosa es que Gaitán tuviera un discurso parecido, con sus frases incendiarias: “El hambre no es liberal ni conservadora, y el paludismo no es liberal ni conservador. Afecta a la gente del pueblo, a la gente de arriba no los afecta”. Era eso lo que traía su voz: “¡Hay que hacer que los ricos sean menos ricos, para que los pobres sean menos pobres! -y agregaba, emocionado por sus propias palabras, sudando, tocado por un temblor místico atravesado por un torrente de sentido-: El pueblo es superior a sus dirigentes, ¡Yo no soy un hombre, soy un pueblo! (Gamboa, 2000, p. 47).

Gaitán obnubiló a las clases media y baja. Jugó sus cartas políticas y estructuró un discurso estratégico para que se le reconociera como representante de una mayoría: “yo no soy un hombre, soy un pueblo” fue la consigna con la que el país quiso recordarlo.  Todo apuntaba a que ocuparía indiscutiblemente la presidencia para el periodo 1950-1954. Sus detractores en el partido liberal, pertenecientes a acaudaladas familias con amplia tradición en la ocupación de cargos públicos eligieron dejar el país: “Gaitán fue el líder indiscutible del liberalismo y todos sus rivales se fueron: Gabriel Turbay a París, donde moriría en circunstancias trágicas. Carlos Lleras ya se había do, lo mismo que Alfonso López” (p. 47).
Las palabras de Gaitán no sólo se replicaban en manifestaciones, encuentros políticos y emisoras, sino también a través de La Jornada, un periódico de los Gaitanistas, el cual registraba en la capital más de 60.000 tiradas diarias. En un país donde los medios de comunicación son manejados por la élite para su propaganda política, La Jornada tenía el atractivo de ser financiado por el proletariado: “se mantenía con las acciones compradas por la gente humilde: sirvientas, mensajeros, obreros, cocineros” (Gamboa, 2000, p. 47).
El texto ficcional cuestiona el falso orgullo de una capital colombiana ufanada de ser la Atenas Sudamericana y de hablar, según su parecer, el mejor castellano de latinoamericana. Afuera de la ciudad amurallada con gramáticas, manuales de urbanidad y catecismos,  el país se debatía entre el hambre, las violencias partidistas, las devastaciones del latifundismo e intolerancia política y religiosa. La ciudad letrada generaba un régimen de exclusiones frente a personajes que, como Gaitán, elegían el discurso sencillo y comprensible del pueblo. La palabra castiza frente a la palabra popular muchas veces ni siquiera se tomaba la molestia de confrontar, discutir y tratar de convencer, sino que hacía uso religioso de las armas para acallar a sus contradictores: “Siempre está la sospecha de que perdimos la palabra cuando ésta se amuralló tras las gramáticas y los diccionarios, la moral cristiana y el principio incuestionado de autoridad del Estado y la Iglesia” (Walde Uribe, 2002, p. 34).
 La novela de Santiago Gamboa elige un lenguaje afín a lo expresado en el plano ideológico conversacional, fluido y comprensible. La sencillez de la forma para abordar la complejidad de la vida, del ser colombiano y del pasado nacional. Ante los discursos abigarrados del poder, la palabra estética es nítida, certeza, de fácil asimilación en aras de provocar la reflexión.
La novela incluye fragmentos populistas del discurso de Gaitán. Se rescatan de los archivos históricos y periodísticos discursos del líder liberal. Se posibilita un pacto ficcional verosímil en el cual “el contexto se configura gracias al apoyo documental. Ello implica la utilización de una suma de textos múltiples y un adecuado procedimiento de estructuración novelesca en el cual la intertextualidad resulta de gran importancia” (Ainsa, 2003, p. 89). 
El fenómeno Gaitán se tornó peligroso el gobierno de turno del presidente conservador Mariano Ospina Pérez, como también para representantes de los partidos tradicionales que veían con alarma la llegada al poder de un líder que hablaba de la urgencia de una mejor redistribución de la riqueza en el país. Gaitán, a quien el pueblo llamaba la Voz, cuestionó fuertemente la forma como la presidencia del partido entrante le pasaba su cuenta de cobro al partido saliente mediante los asesinatos de sus seguidores. 
Gaitán “era el jefe de la mayor fuerza popular de nuestra historia y, de acuerdo con el orden democrático era el seguro presidente de la república” (Ospina, 1997, p.p. 63-64). La élite gobernante intentaba desprestigiarlo a través de los medios de comunicación. Lo presentaban como un perturbador del statu quo. Caricaturizaba su figura porque su piel y rasgos faciales no eran afines al color blanco y la fisonomía estilizada de los dirigentes tradicionales. 
 Las páginas más intensas de la novela narran con detalle el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. La ficción alcanza un alto grado de visibilidad para que el lector se sienta testigo de primera mano de una de las fechas más espantosas en el acontecer de Colombia. Se recrean las horas previas del caudillo liberal, los sitios recorridos, los amigos que estaban con él y la alegría que lo acompañaba porque, como abogado, había logrado una sentencia favorable en un proceso que se seguía contra el teniente Jesús María  Cortés: “Aquella victoria era el mayor triunfo de su carrera de litigante y suponía, de paso, el apoyo de las Fuerzas Armadas” (Gamboa, 2000, p. 66). Estaba reunido con Plinio Mendoza, Pedro Eliseo Cruz, Jorge Padilla y Alejandro Vallejo. Celebró el triunfo en su oficina del edificio Agustín Nieto, “en la carrera Séptima con calle Catorce, exactamente a la una de la tarde” (p. 66). Plinio Mendoza propuso que fueran a almorzar y, al salir del edificio, asomó el asesino:

Abajo, en la puerta del edificio, un joven bajito, mal afeitado y de vestido gris, esperaba cerca de la pared fumando un cigarro Pielroja. 
El ascensor bajó al primer piso y al abrirse los cinco amigos caminaron por el corredor hacia la salida. Plinio Mendoza tomó a Jorge Eliécer Gaitán del brazo y se adelantó con él, pues tenía algo importante que decirle. Llegaron a la puerta y, al salir a la calle, se escuchó el primer disparo. El primero de una serie de cuatro que dejaron a Jorge Eliécer Gaitán tendido en el andén, agonizante en medio de un charco de sangre y con los ojos muy abiertos por la sorpresa, por lo inesperado de eso que tal vez alcanzó a percibir como la muerte.
El joven bajito intentó escapar de espaldas protegiéndose con la pistola. Avanzó unos metros a tientas, pero dos portales más allá, frente a un almacén de fotografías Kodak, fue apresado por un policía que, tras desarmarlo, debió protegerlo de los golpes de la gente. Una multitud se reunió en torno del líder clamando venganza (Gamboa, 2000, p. 66).

Diez minutos después en el Hospital Central expiró el líder. Uno de los cuatro disparos ingresó a su cráneo. Mientras esto ocurría, en la escena del crimen, el asesino de Gaitán fue escoltado por dos policías que lo llevaron hasta la droguería Granada para protegerlo del linchamiento. Todo fue inútil, la gente destruyó la puerta de la droguería, lo sacaron a la calle y lo golpearon hasta fulminarlo. El asesino se llamaba Juan Roa Sierra pero era “ya un cuerpo inerte, lleno de tierra y heridas” (Gamboa, 2000, p. 67). La muchedumbre enfurecida quería llevar su cadáver hasta el Palacio Presidencial, “gritando mueras a los conservadores, al presidente Ospina Pérez y al canciller Laureano Gómez” (p. 68). Al paso de la multitud se daba destrucción de negocios y casas, saqueos, incendios, gritos y hombres disparando. No hubo cambio de régimen, el levantamiento popular no alcanzó a tornarse en revolución por la ausencia de líderes (algunos dirigentes liberales pactaban con los conservadores alianzas y perdones con la excusa de mantener la estabilidad nacional).  Como lo sostiene el novelista, poeta y ensayista William Ospina, esa fecha es fatídica porque con el asesinato de Gaitán se mantuvo el “orden social” imperante desde el siglo XIX, ese que no permite tocar los privilegios de la élite y la estructura exclusiva y excluyente del Estado:

El 9 de abril fue la fecha más aciaga del siglo para Colombia. No porque en ella, como lo pretenden los viejos poderes, se haya roto la continuidad de nuestro orden social, sino porque ese día se confirmó de un modo dramático. La estructura del movimiento Gaitanista, con su sujeción a la figura y el pensamiento del caudillo, permitió la desmembración y la disolución de aquella aventura en la que se cifraba el porvenir del país. Gaitán tenía clara la necesidad de un proyecto nacional donde cupiera el país entero (…) Pero esa claridad lo llevó a enfrentarse ingenuamente, es decir, de un modo valeroso, sincero y desarmado, a esa clase dirigente que se lucraba de la miseria nacional y que despreciaba profundamente todo lo que no cupiera en su mezquina órbita de privilegios. Una casta de mestizos con fortuna que nunca había intentado ser colombiana, ni identificarse con nuestra geografía, con nuestra naturaleza, con nuestra población; que continuamente se avergonzaba, como sigue haciéndolo hoy, de este mundo tan poco parecido al idolatrado mundo europeo  (Ospina, 1997, p.p. 65-66).

Sostiene el texto ficcional que “así comenzó la guerra. Una guerra que el primer día dejó tres mil muertos en Bogotá” (Gamboa, 2000, p. 69). Ese día se conoce históricamente como El Bogotazo, una suerte de acta de nacimiento de una violencia que se extendió por todo el territorio nacional dejando más de 300.000 muertos entre 1948 y 1964. Lo peor del caso es que, tras el asesinato de Gaitán, los jerarcas de los partidos tradicionales, temerosos de que el pueblo armara una revolución, astuta y maquiavélicamente atizaron odios políticos para dividir a la población y ponerla en guerra: “Gentes humildes que se habían conocido toda la vida, que se habían criado juntas, se vieron de pronto conminadas a responder a viejos odios insepultos, y sin saber cómo, sin saber por qué, sin el menor beneficio, se dejaron arrastrar por el increíble poder de la retórica facciosa (Ospina, 1997, p.  69).
De esta guerra civil a la que la historia procura restar su dimensión bajo el eufemismo de La Violencia (1948-1964) quedó conflictos que cambiaron la configuración de campos y ciudades. Los dirigentes políticos que promovieron el enfrentamiento no vieron afectados con el tiempo sus curules, puestos y privilegios. Por el contrario, miles de campesinos perdieron sus tierras. En las urbes se crearon cinturones de miseria con los desterrados que provenían del campo. Adicional al despojo, la muerte y el hambre generalizada, pervivirían en los sobrevivientes recuerdos angustiosos de la sevicia de un país cuando enfrentó por el rojo y el azul a sus propios nacionales:

Se dice que las guerras civiles son más crueles que las otras, las que son entre países, pues en ellas se odia más. Es más fácil odiar al que se conoce. Al que es igual. Tal vez haya sido así, pues esta violencia ahorcó y violó mujeres, degolló jóvenes y ancianos con el funesto “corte de corbata”, que consistía en sacar la lengua por el cuello y dejarla colgada sobre el pecho; rompió a culatazos cráneos de recién nacidos, desolló y quemó niños de brazos, mutiló, castró, torturó, humilló… Pueblos liberales del Llano y del Norte debieron escapar a Venezuela. Columnas de civiles huyeron por las trochas que atraviesan las cordilleras y fueron bombardeados por la aviación militar; la fuerza aérea colombiana disparándole a ancianos, mujeres y niños (Gamboa, 2000, p. 69).

La novela que había  focalizado cada detalle del Bogotazo suspende la narración de la anécdota para ingresar a los terrenos de la digresión. Ya no le importa contar con rigor escenas de crímenes, prefiere condensar en un párrafo una reflexión sobre una guerra fratricida en la que el horror estaba lleno de rituales y símbolos en los cuerpos afrentados.  El autor menciona el “corte corbata”, donde la lengua de la víctima se sacaba por el cuello y se dejaba colgando en el pecho. Los colombianos, en vez de orientar su ingenio hacia el trabajo, el arte o la solución de problemas de la cotidianidad, pusieron a flote su imaginación macabra creando trucos para segar la vida y usar el cuerpo del enemigo como artefacto del miedo: elcorte de franela”, el “corte del mico”, la eventración de mujeres embarazadas y el “corte del florero”. Justamente, sobre el sentido de dichos “cortes”, la antropóloga colombiana María Victoria Uribe publicó en 1978 un libro cuyo título es diciente al respecto: Matar, rematar y contramatar. Las masacres de la Violencia en el Tolima 1948-1964.



Apuntes finales

Una novela no es sólo la belleza de su forma estética (sus técnicas literarias y la textura de su lenguaje), sino también la fuerza de su lectura ideológica, de su exploración de la condición humana y de un contexto. Esta consideración resulta válida para caracterizar a Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000), de Santiago Gamboa. En ella,  la metaficción no es un artificio, un simple truco narrativo o la mera conciencia al interior del texto literario del proceso de la escritura. Por el contrario, es una honda indagación sobre los sentidos y sinsentidos de la ficción y una postura  crítica sobre lo que implicó para Colombia el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.

La novela metaficcional historiográfica de Santiago Gamboa es un memorial de agravios hacia los directorios  de los partidos políticos tradicionales por el crimen del caudillo liberal y por impulsar la Violencia. Es evidente que en los intersticios textuales late un homenaje a Jorge Eliécer Gaitán y su pensamiento. El homenaje, no obstante, tiene el rostro de la elegía porque su asesinato impidió que en Colombia cambiara el statu quo.
La ficción condena el magnicidio. Después de Gaitán caerían otros candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa,  Eduardo Pizarro, Álvaro Gómez Hurtado. Como ellos, muchos ciudadanos del común fueron asesinados y sus crímenes quedaron en la impunidad.  ¿Quién mató a Gaitán? Nunca se llegó a los autores intelectuales, la Historia oficial movilizó odios hacia la figura de Roa Sierra para que no se descubrieran los v responsables intelectuales.
La obra de Santiago Gamboa se suma a otras donde la ficción refigura uno de los acontecimientos más aciagos de la historia colombiana. Existe, en cierta forma, lo que podría denominarse literariamente la tradición del Bogotazo. Al respecto, vale resaltar la novela El crimen del siglo (2006), del escritor bogotano Miguel Torres, donde el narrador focaliza la intimidad y los momentos finales en la vida de Juan Roa Sierra. Otras novelas que narran la tragedia del 9 de abril de 1948 son: El 9 de abril (1951), de Pedro Gómez Corena; El día del odio (1952), de José Antonio Osorio Lizarazo, Viernes 9 (1953) de Ignacio Gómez Dávila,  El incendio de abril, de Miguel Torres, entre otras. Así como la narrativa genera miradas sobre el magnicidio existe, a la par, una crítica literaria que ha abordado el fenómeno;  se destaca, principalmente, la labor de la doctora María Mercedes Andrade Restrepo, autora del libro La ciudad fragmentada: una lectura de las novelas del Bogotazo (2002). 

Referencias

Ainsa, F. (2003). Reescribir el pasado, historia y ficción en América Latina. Mérida-Venezuela: Ediciones El otro, el mismo.  
Cifre Wibrow, P. (2005). Metaficción y postmodernidad: interrelación entre dos conceptos problemáticos. Revista Anthropos, huellas del conocimiento, No. 208. Barcelona.  50-58.
Kafka, F. (2000). Cuentos completos. Madrid: Editorial Valdemar, p.p. 321-322.
Gamboa, S. (2000). Vida feliz de un joven llamado Esteban. Barcelona: Ediciones  B.
Hutcheon, L. (1989). Historiographic Metafiction Parody and the Intertextuality of History. Intertextuality and Contemporary American Fiction. Ed. O'Donnell, P and Robert Con Davis. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 3-32.
Hutcheon, L. (1980). Narcissistic narrative: the metafictional paradox. Waterloo, Ontario (Canada): Wilfrid Laurier University Press.
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Para citación



Gaitán Bayona, Jorge Ladino (14 de marzo de 2016).  Magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán y metaficción historiográfica en Vida feliz de un joven llamado Esteban. Letralia, Tierra de letras. Recuperado de: http://letralia.com/sala-de-ensayo/2016/03/14/magnicidio-de-jorge-eliecer-gaitan-y-metaficcion-historiografica-en-vida-feliz-de-un-joven-llamado-esteban/

LA POESÍA COMO CONTRACARA DE LA VIOLENCIA COLOMBIANA EN LOS VELOS DE LA MEMORIA, DE JORGE ELIÉCER PARDO RODRÍGUEZ

  Jorge Ladino Gaitán Bayona (Grupo de Investigación en Literatura del Tolima, Universidad del Tolima)     Ponencia del 13 de noviembre de 2...