lunes, diciembre 01, 2014

LA ESCRITURA COMO CÁMARA DE TORTURAS: MÚSICA LENTA, DE NELSON ROMERO GUZMÁN



Por Jorge Ladino Gaitán Bayona.
Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima.





Hay prólogos que rompen con el incienso mutuo de los escritores. Más allá de análisis y lisonja, son el verdadero inicio de la ficción. Desde allí está funcionando la imaginación, la parodia y la transgresión de la tradición literaria. Recuérdese, por ejemplo, la primera parte de Don Quijote de la Mancha, donde Cervantes juega a ser el autor de su propio prólogo, se ríe de quienes ponen al inicio de sus creaciones sonetos de “duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos” (2012, p. 9). Se dirige a un “desocupado lector” (p. 7) para que juzgue su novela a su antojo pues hasta él mismo se siente padrastro de don Quijote, no un padre ciego ante los defectos de su criatura: “Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas” (p. 7).  A veces los poetas remplazan los prólogos por poemas donde anuncian elementos de su escritura. Charles Baudelaire, en el texto inicial de Las flores del mal, advierte que su libro habla del tedio, el crimen y los vicios de la condición humana: “Hipócrita lector, -mi semejante-, mi hermano” (1944, p. 8).  El Conde de Lautréamont, en el canto primero de Cantos de Maldoror, anuncia que su libro está poblado de monstruosidades: “Hay quienes escriben para lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa o que ellos pueden tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las delicias de la crueldad” (1970, p. 15).

En esa línea de “representar las delicias de la crueldad” (p. 15) y de violentar al lector, se ubica Música lenta (2014), de Nelson Romero Guzmán, poeta colombiano nacido en 1962 en Ataco-Tolima. Ganador del Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992), Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999) y Premio Nacional de Literatura –modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía de Bogotá (2007). Autor de los libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos de la luz (2000), Grafías del insecto (2005), La quinta del sordo (2006), Obras de mampostería (2007) y Apuntes para un cuaderno secreto (con la mexicana Kenia Cano, 2011). A nivel ensayístico ha publicado El porvenir incompleto, tres novelas históricas colombianas (2012) y El espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (2012). Música negra, su última publicación, hace parte de nueve libros de la Colección Letras de la Fundación Arte es Colombia (coordinada por Francia Escobar de Zárate), donde figuran también los poetas Juan Manuel Roca, Horacio Benavides, Rómulo Bustos Aguirre, Andrés Matías, Alfredo Vanín, María Clemencia Sánchez, Jotamario Arbeláez y Jaime García Maffla.

En la primera sección de Música lenta se encuentra el “Prólogo a cargo de Sylvia Plath (1933-1963)”. La escritora norteamericana es despertada de la muerte y obligada a hacer el prólogo. Por eso dirige su furia contra el poeta: “Quien escribe como tú, arruina. Se le debe prohibir la imprenta, escondérsele todo el papel. Mas no te enojes, no por eso la poesía te niega, aunque tú la traiciones. Ella te cose con hilo la cicatriz de los párpados [] Nelson, te lo pido, no escribas más, nunca te leerán. Déjame descansar en paz” (Romero Guzmán, 2014, p.p. 9-10).  Silvia Platt se duele de un poemario cuyas páginas no debieran abrirse: “Los lectores serán expulsados de este libro” (p. 9).  ¿No se supone que los libros son morada o, al menos, hotel de paso, para quien lo escribe y lo lee? Esa es, justamente, la belleza incómoda que propone Nelson Romero Guzmán en Música lenta: no hacer una oda convencional del arte y de las posibilidades curativas de la catarsis y la sublimación, sino hablar de la escritura como condena, de insomnios que desangran extrañas visiones, demonios que agobian y nunca es posible el exorcismo.  La literatura deja de ser una “forma de la felicidad” para convertirse en castigo de quien intenta con palabras matar una obsesión, tal como indica el poema en prosa “Animal de oscuros apetitos”:


Un animal se come mis escritos. Ha engordado, pero no lo he podido matar. Escribo para darle muerte y mientras tanto no dejaré de escribir [] Un día de estos le construiré una trampa mortal: el poema con dos ruedas dentadas girando sobre un molino de piedra, tan enorme que lo aplaste en mi cuarto sin ninguna misericordia. Una vez se apruebe su muerte en los periódicos, por fin me habré vengado de todos los libros que escribí como trincheras para salvarme de sus nocturnas caserías (p. 12).


El poema convertido en cámara de suplicios. El poeta propone un curioso juego metaficcional (No Nelson Romero Guzmán, sino el Nelson que poetiza Música negra). Sus libros no surgieron por una aspiración de inmortalidad a través de la belleza; nacieron a pesar de él, son crímenes que quisiera vengar. ¿Dónde queda entonces el lector? Quizás -atendiendo a las coordenadas propuestas por la ficción- el lector sea un sádico pues disfruta el mal ajeno y se extasía, página tras página, mientras el poeta confiesa sus heridas. El dolor del escritor es la felicidad del sádico lector. Por eso este último disfruta cuando le resaltan que en las palabras hay prisiones, infiernos y cadenas perpetuas que  imponen los malignos seres que brotan de las entrañas del poeta, así se vislumbra en “La escritura del demonio”: “Sobre la mesa la página, los tornillos a los dedos,/ los cables al corazón y al cerebro,/ después girar hacia el oriente la máquina de tortura/ para que sobre lo blanco se derrame la negrura,/ y todo para que el diablo viva feliz” (p. 26). Lo curioso, en todo caso, es que cuando el poeta busca otra voz recurre a la de un poeta maldito, una máscara angustiosa que arde en el rostro, tal como se percibe en estos poemas: “Posiblemente este poema sacado del bolsillo de Jean Genet (¿en 1934?) en un café de Katowice, antes de ir a la cárcel”; “Titulado Poema para no ser leído por los niños, seguramente escrito en 1871, en Tarbes, por Isidore Lucien Ducasse, Conde de Lautréamont, designado a sí mismo el hermano de la sanguijuela”.

El poeta desea ajustar cuentas con quienes gozan la lectura sin presentir los suplicios de los artistas. En su poema “Música negra” imagina un concierto donde  los instrumentos son armas letales y sus sonidos se encargan de aniquilar a los asistentes mientras escuchan una sinfonía: “Con esa música se mata,/ no sabes que asistes a un fusilamiento (…) Por la puerta de la felicidad has entrado al infierno” (p. 35). Quizás este último verso contiene la clave temática de la más reciente creación de Nelson Romero Guzmán, su Música negra, ese  Frankenstein que sueña destruir  a escritores y lectores.



Referencias


Cervantes, M. (2012). Don Quijote de la Mancha. Madrid: Punto de Lectura, Prisa Ediciones.
Baudelaire, C. (1944). Las flores del mal. México: Editorial Leyenda.
Lautreamont, Conde de. (1970). Los cantos de Maldoror. Barcelona. Barral Editores.
Romero Guzmán, N. (2014). Música lenta. Bogotá: Fundación Arte es Colombia.


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 Para citación:



Gaitán Bayona, J.L. (30 de Noviembre de 2014). La escritura como cámara de torturas: Música lenta, de Nelson Romero Guzmán. Facetas, Cultura al día, de El Nuevo Día, el periódico de los tolimenses, Ibagué, p. 6C.

sábado, noviembre 29, 2014

CENTENARIO DE CHARLOT: CHAPLIN Y LA LITERATURA


Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima, Colombia




En 1929 la Gaceta Literaria de España publica una serie de poemas de Rafael Alberti que se convertiría en el libro Yo era un tonto y lo que he visto me haría dos tontos. Allí el poeta rinde homenaje a cómicos como Buster Keaton, Harold Lloyd, Stand Laurel, Oliver Hardy y Charlie Chaplin. Sobre este último  tiene un bello poema titulado “Cita triste de Charlot”:



Mi corbata, mis guantes,
mis guantes, mi corbata.
La mariposa ignora la muerte de los sastres,
la derrota del mar por los escaparates.
Mi edad, señores, 900.000 años. ¡Oh!
Era yo un niño cuando los peces no nadaban,
cuando las ocas no decían misa
ni el caracol embestía al gato.
Juguemos al ratón y al gato, señorita.
Lo más triste, caballero, un reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.
A las tres en punto morirá un transeúnte.
Tú, luna, no te asustes;
tú, luna, de los taxis retrasados,
luna de hollín de los bomberos.
La ciudad está ardiendo por el cielo,
un traje igual al mío se hastía por el campo.
Mi edad, de pronto, 25 años.
Es que nieva, que nieva,
y mi cuerpo se vuelve choza de madera.
Yo te invito al descanso, viento.
Muy tarde es ya para cenar estrellas.
Pero podemos bailar, árbol perdido,
un vals para los lobos,
para el sueño una gallina sin las uñas del zorro.
Se me ha extraviado el bastón.
Es muy triste pensarlo solo por el mundo.
¡Mi bastón!
Mi sombrero, mis puños,
mis guantes, mis zapatos.
El hueso que más duelo, amor mío, no es el reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.
Las 3 en punto.
En la farmacia se evapora un cadáver desnudo (Alberti, 1996, p.p. 46- 47).





Alberti asume como voz poética la del Vagabundo o Carlitos. Insinúa su dolor por la existencia de una ciudad obsesionada por el progreso, olvidada de toda posibilidad de trascendencia, irrespetuosa ante lo sagrado: “La ciudad está ardiendo por el cielo” (p. 46).  Lo bajo al ocupar el lugar de lo alto sugiere los nuevos dioses adorados: edificios, máquinas, autos. La vida reducida a la condición de supervivencia, individuos convertidos en ovejas que se desesperan por llegar rápido al trabajo, como la escena inicial de Tiempos modernos (1936), el largometraje donde Chaplin dirige sus dardos críticos contra el Fordismo y el Taylorismo, métodos de organización positivista del trabajo para aumentar la producción en serie de las mercancías y mejorar la eficacia de la mano de obra, no tanto las condiciones económicas y emocionales de obreros a quienes exigen el máximo rendimiento. Al igual que el cielo, la luna es desacralizada, es apenas la de “los taxis retrasados” (p. 46) y la del “hollín de los bomberos” (p. 46); ha dejado de ser la luna de los enamorados, los románticos y los locos. De ahí que a través de la prosopopeya Charlot sienta su temor y la consuele. La infinita bondad del personaje lo lleva a proteger la naturaleza: a un árbol vagabundo como él lo incita a jugar; al viento lo invita a descansar en su choza.  Esa choza de madera es una metáfora del ser, la casa íntima del hombre, a la que el arte procura salvaguardar, como plantea Heidegger en “Hölderlin y la esencia de la poesía”.

Charlot, en el poema de Alberti, no es indiferente a la muerte de los hombres sencillos: un sastre, un transeúnte, “un cadáver desnudo” (p. 47).  Es cercano al creador de Canto a mí mismo en su percepción de que  “los infinitos héroes desconocidos / valen tanto como los héroes  más grandes de la historia” (Whitman, 1994, p. 82). Al igual que el poeta norteamericano, por su cuerpo pasa el mundo, la convicción de que hay algo de gesta en las acciones cotidianas de los humildes. El yo panteísta de Whitman decía: “Muero con el moribundo / y nazco con el niño que recogen los pañales. / Yo no soy sólo esto que se alarga / entre mi sombrero y mis zapatos. / Mira atentamente la pluralidad del universo” (p. 76). Por su parte, Charlot va más allá de los relojes, retrocede 900.00 años y es  uno con la naturaleza: “…cuando los peces no nadaban, / cuando las ocas no decían misa / ni el caracol embestía al gato. / Juguemos al ratón y al gato, señorita” (Alberti, 1996, p. 47). Desde la imaginación habita un tiempo ajeno a los cálculos y afanes. Gracias al juego consuela su soledad, la tristeza de saber lejana una Edad de Oro, donde el hombre era hombre y no un mero número en los engranajes de la modernidad y sus falsas promesas. Es ahí, justamente, cuando el Charlot de Luces de la ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936) se asemeja a don Quijote de la Mancha:


He dicho 1605 – 1615, Cervantes, don Quijote, la armadura y el almete. Igual hubiera podido decir 1929 – 1939, Charlie Chaplin, Charlot, la chaqueta negra, el bombín y el bastón. Nunca dos obras han estado tan emparentadas. Las dos grandes etapas de la historia moderna están en ellas captadas del mismo modo. Y admiraríamos menos a Cervantes si no fuésemos hombres de la época de Charlie Chaplin (Vilar, 1964, p. 346).


Don Quijote y Charlot, dos protagonistas de indumentaria curiosa cuyas acciones cómicas –derivadas de una profunda humanidad- están cargadas de conciencia social, de insatisfacción por las sociedades de su tiempo: Una España imperial endeudada cuya riqueza del Nuevo Mundo llegaba rápido a banqueros extranjeros, la ruina generada por la expulsión de los moriscos y los gastos desmedidos de los nobles,  miseria en las calles donde pululaban pícaros; Estados Unidos y la Gran Depresión, la caída en los precios de las cosechas, el desempleo por las nubes, la crisis de la Bolsa, la especulación de los bancos,  entre otros factores cuyas consecuencias fueron el aumento de hambrientos, suicidas y vagabundos.

Las obras de Miguel de Cervantes y Charlie Chaplin se sustentan en el principio de la risa carnavalesca y eso permite “una visión del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente,  deliberadamente no oficial, exterior a la iglesia y al estado” (Bajtín, 2002, p. 24). La risa que generan es ambivalente: “niega y afirma, amortaja y resucita a la vez” (p. 37). De ahí la tristeza que provocan don Quijote y Charlot: en contravía del mundo en suerte; pocos valoran su  honestidad y esfuerzos por cuidar mujeres desvalidas y huérfanos; van de un lado a otro y observan que las personas son apariencias, estadísticas, cuidanderos de que la economía funcione sin importar si son felices los sujetos. El humor tiene la contracara de la tragedia. Quizás esa sea la razón por la cual el Nobel José Saramago piensa que “la propia máscara chaplinesca, toda ella en blanco y negro, piel de yeso, cejas, bigote, ojos como gotas de alquitrán, es una máscara que no desentonaría nada al lado de las representaciones plásticas  del actor trágico” (2011, p.p. 66).

Chaplin, “sumo poeta de la miseria humana” –como lo denominó en 1928 César Vallejo en una reseña de En pos del Oro- logró con Charlot que la comedia cinematográfica no fuera sólo la risa por la risa, sino que en ella gravitara una conciencia agónica del mundo. Válido es recordar la advertencia al inicio de El Chico (1921): “una película con una sonrisa, y tal vez una lágrima”. En pos del Oro (denominada también La Quimera de Oro) es otro ejemplo de cómo el cine, sin caer en panfletos o lamentos, puede leer tiempos y espacios específicos sin descuidar los valores estéticos. En ese largometraje de 1925 está refigurada la fiebre del Oro en Alaska, los hombres que son capaces de asesinar por tener el precioso metal, las travesías y muertes de trabajadores que soportaban el duro invierno. Al respecto, destaca el poeta peruano, “En pos del oro es una sublime llamarada de inquietud política, una gran queja económica de la vida, un alegato contra la injusticia social” (Vallejo, 2012). Sin embargo, en medio del hambre y la decepción, siempre el juego, la risa e imágenes poéticas como la escena de la danza de los panes, metáfora del hombre que se hace camino en su lucha por el sustento.

Charlie Chaplin (1889–1977), el genio más grande del séptimo arte -actor, guionista, director, productor, editor y compositor musical- hizo que Charlot quedara en los imaginarios universales como arquetipo: un vagabundo solidario y enamoradizo que ofrenda su dulzura y humor a los desamparados que encuentra en su periplo. Este Quijote del siglo XX se desliza de la pantalla a la literatura. Por eso su presencia en poemas y ficciones. Basta recordar en la literatura latinoamericana: “Canto al hombre del pueblo, Charlie Chaplin”, de Carlos Drummond de Andrade; “El hombre y el ángel Chaplin”, de Vicente Huidobro; “Credo”, de Aquiles Nazoa; “Burla burlando ya van seis delante” y “Más sobre la seriedad y otros velorios”, de Julio Cortázar; entre otros. De la relación que Chaplin tenía con la literatura dan cuenta sus poemas y su novela Footlight (escrita en 1948 y publicada en 2014), novela  en la cual se basó Candilejas (1952), cinta sonora donde el actor británico interpreta a un viejo cómico llamado Calvero.

Hace cien años nació Charlot, gracias al cortometraje Kid Auto Race at Venice (1914, conocida en castellano como Carreras de autos para niños). En “tiempos líquidos” (Bauman, 2007, p. 14), donde todo es objeto de consumo y los afectos “escapan de las manos como agua” (p. 19), un acto de rebeldía sería suspender la inmediatez y conmocionarse con Chaplin y su cine mundo. Charlot no necesitaba hablar para expresar ideales, críticas sociales y deseos de que el hombre no fuera medido sólo por el capital que producen sus manos. El personaje cinematográfico que mejor ha mostrado la alienación y pérdida de transcendencia del hombre contemporáneo se expresaba con gestos y sonrisas, nunca con la palabra y sus excesos. Chaplin sabía que “las sirenas tienen un arma más terrible que el canto: el silencio” (Kafka, 2000, p. 321).



Referencias


Alberti, R. (1996). Yo era un tonto y lo que he visto me haría dos tontos. Madrid: Ediciones  Cátedra.
Bajtín, M. (2002). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais.  Madrid: Alianza Editorial.
Bauman, Z. (2007). Tiempos líquidos. Madrid: Tusquets Editores.
Kafka, F. (2000). El silencio de las sirenas. Cuentos completos. Madrid: Editorial Valdemar, p.p. 321-322.
Vilar, P. (1964). El tiempo del “Quijote”. Crecimiento y desarrollo: economía e historia. Barcelona: Editorial Ariel.
Saramago, J. (2011). El último cuaderno. Santiago de Chile: Editorial Alfaguara.
Vallejo, C. (2012). En pos del oro, la obra de mayor anchura estética de Chaplin (reseña publicada originalmente en Paris, Enero de 1928). Copy Pasted Ilustrado. Recuperado de: http://copypasteilustrado.com/2012/03/16/cesar-vallejo-chaplin-charles-pelicula-oro-charlot-literatura-cine/
Whitman, W. (1994). Canto a mí mismo. Bogotá: El Áncora Editores.

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Para citación:

Gaitán Bayona, J. L. (2014). Centenario de Charlot: Chaplin y la literatura. Candilejas, revista de cine del Centro Cultural de la Universidad del Tolima, Semestre B de 2014, Volumen 2, No. 4, p.p. 2-4.

jueves, noviembre 13, 2014

AC/DC - Play Ball

REBELDÍA Y NOSTALGIA EN ADIÓS A LAS MUCHEDUMBRES, DE JOSÉ ÁNGEL CUEVAS



 Por Jorge Ladino Gaitán Bayona


Hubo un tiempo en que “las cabezas parece que iban a salir disparadas de los hombros” (Cuevas, 1989, p. 18) y el ser humano se sentía en sintonía con lo ocurrido en el planeta, no sólo porque el rock y el espíritu rebelde desataron un “movimiento de cuerpos y almas entablado al ritmo del mundo” (p. 19), sino también porque existía un sentido de solidaridad, memoria  e indignación frente a los abusos cometidos en diversas latitudes: “Estados Unidos bombardeaba sin piedad/ Vietnam del Norte. / Rusia invadió Checoslovaquia” (p. 18).  Son los años sesenta, caracterizados por el protagonismo de los jóvenes, la utopía a flor de piel, el “make love, not war”, protestas y levantamientos contra la guerra, el imperialismo y la sociedad de consumo. Esa década es evocada en Adiós a las muchedumbres, libro de poemas del chileno José Ángel Cuevas, publicado en 1989, en el que se recogen los poemarios Efectos personales y dominios públicos (1979), Contravidas (1983), Introducción a Santiago (1982) y Canciones rock para chilenos (1987).  

De los años sesenta conserva el poeta la visión crítica de una generación que se rebeló contra “un orden normalizador y falsificable” (Kristeva, 1999, p. 16). Todo lo anterior se abordará mediante el análisis de los dos poemarios iniciales de Adiós Muchedumbres, debido a que, del primero al segundo, opera una diferencia significativa tanto en la mirada a la ciudad como en el tratamiento estético. En Efectos personales y dominios públicos la ciudad es una enorme plaza pública para que los ciudadanos se integren, protesten o celebren sus victorias; igualmente, abundan imágenes poéticas que sugieren libertad, dinamismo y vuelo. En cambio, en Contravidas, al tematizarse sutilmente el quiebre histórico generado en 1973 con la dictadura militar de Augusto Pinochet, priman imágenes de reposo y resignación; además, la ciudad ya no es el espacio de la colectividad: se pierde el sentido de integración; estallan las soledades y el miedo.

Tanto el título del libro como el epígrafe inicial (“a la inmensa y abrumadora mayoría de la población”) sugieren que para el poeta es fundamental la pertenencia a una comunidad vital donde el sujeto individual se convierta en colectivo.  Él vive los triunfos y caídas de su colectividad. Ironiza en sus textos líricos a quien traza sus pasos desde un proyecto individual y, en aras de su propio bienestar, se torna pasivo, indiferente y proclive al olvido.  Precisamente, la vocación de olvido es atacada en el prólogo titulado “El costo de la vida”. Tal nombre no opera  como categoría comercial, sino como una profunda categoría ontológica, de quien reconoce que el “ser en el mundo”-usando la expresión de Heidegger- tiene un valor en términos de afirmación de la vida,  solidaridad,  sospecha frente a las lógicas de la civilización y, ante todo, compromiso con la memoria:  “Aquí parado sobre un País que no sabe Adónde Va / y habiendo recorrido buena parte del Libro de la Vida/ declaro: / Que he hecho público algunos folletos de versos libres / en un momento que no existía libertad alguna a mi alrededor” (Cuevas, 1989, p. 5).

El prólogo es una declaración de principios: la palabra poética no tranza con la indiferencia o el temor. Frente a un poder hegemónico interesado en que la gente no sepa hacia dónde va su país, está el poeta situado ante la historia, señalando coordenadas de tiempo y espacio en sus poemas, es decir, no entregado a la evasión, la conformidad o el silencio impune. Es el poeta que, sin descuidar los valores estéticos, se asume como intelectual y busca el progreso de la libertad. Por lo mismo, no acepta ser testigo mudo de lo que fue Chile en los setenta y los ochenta. Recrea sutilmente horrores y resignaciones para problematizar la memoria colectiva. El poeta-intelectual es impulsado por una “vocación para el arte de representar” (Said, 1996, p. 31).  Esta última condición lleva a que en Contravidas José Ángel Cuevas no se reduzca a la evocación del fervor dionisiaco de los sesenta, sino que también rememore la fractura de la historia y el sentido de colectividad en Santiago tras la toma sangrienta de la Casa de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y la instauración de una dictadura militar que por dos décadas provocó muertes, desapariciones, exilios y, peor aún, miedos que derivaron en indiferencia. Por eso el poeta se asume como Un tipo de la época”, título justamente de uno de los poemas.  Ahora bien, el mismo hecho de situarse en el tiempo lo hace consciente del peligro, pero a la vez orgulloso de saberse “vivo”, no ajeno a la esperanza y la utopía, tal como se evidencia en el prólogo:


Aquí estoy, Vivo, (perdón) con las manos en los bolsillos o mano sobre mano bajo los edificios que tiran papel picado sobre mi sombrero, pero dispuesto a emprender el viaje en el primer tren que pase al Norte con mi V de la Victoria, a la otra parte de esta cueca larga mi alma.
Quizás venceremos”   (p. 6).


Ese posicionamiento  (“Aquí estoy, Vivo”) es, siguiendo a Julia Kristeva en Sentidos y sinsentidos de la rebeldía (1999),  el acto de resistencia  de quien, frente al poder normalizador que torna a los ciudadanos en simples números o individuos, se afirma en la existencia y aspira a representarla o, mejor aún, recrearla, en ese gran viaje que es la escritura literaria.  Se trata de “atizar la llama” de la “cultura-rebeldía” (p. 23). Es, evidentemente, la necesidad de transformación y de victoria que anima el prólogo. No en vano el final es una consigna (“quizás venceremos”). Además, esa rebeldía lleva al poeta a integrase a la muchedumbre y quebrar el espacio de la “alta cultura” para dejar que en sus poemas se exprese lo popular: “Mi arte por llamarlo de algún modo aspira a relacionarse con la fuerza de las cuecas zapateadas y llenas de calentura (…) un rock pesado y honesto a la vez” (Cuevas, 1989, p. 6).

Desde el inicio del libro el poeta se insinúa ante el lector heredero de la rebelión cultural y política de los años sesenta, los cuales dejaron una huella y un espíritu de insatisfacción que animan los actos del artista.  Frente al tiempo contestatario de esa generación donde existían “fuertes elementos utópicos en el campo de las ideologías” (Casullo, 1999, p. 10), el poeta siente nostalgia, incluso pesar de ver a sus compañeros de juventud convertidos en lo que de jóvenes reprocharon: individuos dóciles y absorbidos por el trabajo, buenos maridos que cumplen en el hogar y no les importa lo que pasa fuera de sus casas. A pesar de la tristeza por lo perdido (los amigos desaparecidos, los años de libre contacto sexual, la irreverencia y trasgresión en las costumbres) subsiste en el poeta el espíritu inconforme de dicha generación, llevándolo a que en su obra la rebeldía anteponga la “dignidad de una belleza” (Kristeva, 1999, p. 21) frente al miedo impuesto por Pinochet: “helicópteros militares que pasan sobre mi cabeza” (Cuevas, 1989, p. 6).

Cuando en Efectos personales y dominios públicos se vuelca la mirada a lo que representó los años sesenta es clave notar cómo, para celebrarse la cultura rebelde de esa década, priman  imágenes referidas al  vuelo: “Volábamos / radioportátil en  bluejeans casaquilla de cuero” (p. 9);  “esa gloriosa onda de amor /que te agita como ángel furioso y fascinado” (p. 13); “volábamos sobre una mezcla de dixieblue / que los negros cantaban con corazón” (p. 13); “los instrumentos / llenaban el cielo de rugidos y de lágrimas” (p. 14).  Nada más adecuado a la intención de abordar las implicaciones de un decenio con ansias de libertad que a través de imágenes aéreas, pues estas  insinúan dinamismo, proyección, utopía, ruptura con todo lo que implica conformidad y  materialismo. Si la revolución de los sesenta era un grito de inconformidad contra la sociedad capitalista por convertir al ser humano en mercancía, nada más conveniente que la voz del poeta en su “voluntad de volverse aéreo, de romper con una materia rica o de imponer a las riquezas materiales sublimaciones, liberaciones, movilidades” (Bachelard, 2006, p. 309). El poeta otorga la posibilidad del vuelo, una “invitación al viaje” (p. 12). Esta misma es la que se ofrece desde el prólogo antes citado: un viaje que es visita a la efervescencia de los años sesenta, un recorrido por los setenta y ochenta para dar cuenta de la mansedumbre de tantos chilenos que, habiendo sido multitud (colectivo que se unía para movilizarse, disfrutar y sufrir juntos), se dejaron convertir en suma de soledades (cuatro millones y medio de santiagueños que poco hablan entre sí por temor a la delación). Esto último es lo que figura en el segundo poemario de Adiós Muchedumbres, donde las imágenes remiten a la indiferencia o contemplación pasiva de quienes -parados en una esquina o asomados desde la ventana- ven cruzar el mundo.

En Efectos personales y dominios públicos la voz poética (dirigida a un “tu”, “hermano jack” o lector) maneja un tono de complicidad y compañerismo;  se integra a la multitud para gozar la ciudad como espacio abierto y dar cuenta de cómo se quiebra el orden social durante los sesenta. Los personajes del poemario atacan los establecimientos donde se regula la existencia y se entregan a vivir su sexualidad sin restricciones. Téngase en cuenta al respecto que el líder de los chicos rebeldes que figura en varios poemas fue expulsado “por robar del Liceo el libro de clases” (p. 12) y que el  “yo” enunciador del poema disfruta el placer de los sentidos  en un encuentro casual con una colegiala de quien ni siquiera sabe su nombre:  “El corazón se agiganta y late / inolvidable circo mágico de ciegos / porque tengo tu pequeño pudoroso sexo entre mis dedos / y te agitas y derrites tu boca desconocida” (p. 13).

El anhelo de felicidad conlleva a que el ser humano  replantee su  relación con el cuerpo, con los demás y la historia. Se disfruta la vida sin  reducirse al “goce idiota” (Zizek, 2000, p. 213)  del consumismo donde la “persona es patrimonial”. Este anhelo motivó en la década del sesenta “la rebeldía cultural en el campo de las costumbres, de las normas y de los modelos de vida” (Casullo, 1999, p. 172). De ahí que el rock y sus cantantes emblemáticos sean convocados y celebrados en los intersticios textuales porque con ellos se identificaban los jóvenes que se oponían a la autoridad de sus mayores: “Viejos: / Yo he formado parte de esos desaliñados y locos del rock / Y bailé / Bailé con el pelo absolutamente libre / por el puro gusto de echar a andar / la máquina” (Cuevas, 1989, p. 16-17).  Quienes fundieron su grito rockero con el de miles de chilenos victoriosos en las calles cuando su selección ocupó un tercer puesto en el mundial de futbol de 1962 -“¡VIVA CHILE, PATRIA DE FUTBOLISTAS, MIERDA!” (p. 10)- se enorgullecen de ser tachados como “ovejas descarriadas” (p. 9), pues transgredían la moral a través de una sexualidad desaforada, robando “manzanas del huerto de primavera” (p. 10) y fumando yerba envuelta en cuadernos de estudio: “recibimos una fuerte paliza / por perversos malos hijos y / andar fumando / medio a medio de los hechos con el / bolsón y los cuadernos destrozados” (p. 11).

La lírica de José Ángel Cuevas cambia el tono al momento de reconstruir cómo muchos de los que soñaron una vida libre de ataduras están alienados por el trabajo, los asuntos domésticos y las verdades oficiales que repiten los medios de comunicación.  El presente del poeta al momento de la escritura es una herida provocada por la añoranza de una felicidad que difícilmente habrá de repetirse, donde la ciudad ya no ofrece un espacio  para la comunión del hombre con la muchedumbre: “Los Beatles nunca más llegaron a juntarse (…) Mis amigos no están; murieron, se extraviaron, engordaron/ y uno que otro que anda por ahí, / está muy ocupado” (p. 20). El poeta, incluso, le cede la voz a uno de estos seres abismalmente cotidianos para que indique su devenir, tal como se percibe en el siguiente fragmento del poema “El día cae por su propio peso”:

…Harina compré, fideos, sal
y una lechuga ya reseca,

Algún avión viejo circulaba entre las nubes
ecos de martillos por el cielo Sur,
(empiezan a levantarse las primeras fondas
de las Fiestas Patrias).

Mañana llega Julio Iglesias.
Mientras mis hijos vuelven de la escuela.

El día rueda silencioso
llevándonos a todos por la vida, cae
por su propio peso (p. 21).

Desde el título del poema se prefigura la rutina insípida, casi insustancial. El hombre absorbido por la simple supervivencia. Lo que sabe del exterior es lo inmediato e indoloro. A diferencia de otros personajes celebrados por el poeta que en el furor de los sesenta estaban en sintonía con el mundo y les dolía los atentados contra la libertad en Vietnam o en Checoslovaquia, este individuo apenas se percata de una noticia de farándula: la llegada de Julio Iglesias. Esa cotidianidad está astutamente ubicada en el  plano del lenguaje, en tanto el poeta otorga la voz a uno de los mismos “afectados” para que desde su expresión  –poco sorpresiva, nunca rebelde en la construcción de imágenes, limitada a las descripciones- de cuenta de la linealidad de sus actos. Es el lenguaje ajustado a la atmósfera del poema y a la situación existencial del individuo hablante. Éste se deja llevar por el día con mansedumbre pareciendo no notar que, como declaró en varias ocasiones John Lennon, la vida es aquello que pasa mientras estás ocupado en otros planes”.

El tipo de personaje que figura en El día cae por su propio peso” figura una y otra vez en Contravidas. Título sugestivo que posibilita esta pregunta: ¿Personas y hechos que atacan la vida o individuos en contravía de la vida? Las dos opciones resultan válidas en el poemario. Con relación a la primera condición de la pregunta resultan sugerentes estos versos del poema “Un tipo de la época”, pues insinúan que la vida colectiva en Chile fue quebrantada por el golpe de estado de 1973:

Setentaiuno chispazos de alegría colectiva.
Setentaidós, un fantasma recorre el territorio,
gente se congrega en plazas públicas.
Setentaitrés la ciudad estalla, no me pertenezco a mí mismo.
Se hace un pesado silencio.
Cuatro, cinco, seis, estoy absolutamente solo
y miro las nubes
siete, ocho, nueve, borro de mi todo sueño etc., etc.
Ochenta y más, converso con los árboles.
Debo consignar alejamiento de Vásquez, Espíndola,
González, Pérez y darlos por muertos para mí definitivamente (p. 31).



La dictadura militar de los años setenta y ochenta implicó un atentando al cauce de la vida: muchos desaparecidos y otros hundidos en el silencio y el anonimato.  Santiago de Chile dejó de ser el lugar donde las personas se unían en muchedumbre a celebrar  (fiestas, cantos o goles) y protestar (la huelga que estalló en 1972) para convertirse en ciudad de forzados solitarios, de quienes apenas, como señala un verso, podrán hablar con los árboles, ya que el miedo impuesto por los militares en el poder impidió la libre comunicación con los otros: “Soy un ánima /no me atrevo a alzar la voz si alguien fuma en el bus. / Tampoco hablo con desconocidos” (p. 32).  Al respecto, es clave el pensamiento de Soledad Bianchi cuando afirma que “la poesía de José Ángel Cuevas gira en torno a un núcleo básico que es su real obsesión: la pérdida de la comunidad” (2003, p. 169). En la misma línea, Óscar Galindo destaca que en Adiós a las muchedumbres existe una “nostalgia de un pasado escindido” (2004, p. 233), vehiculada desde “un discurso que se posiciona desde la marginalidad, desde la lejanía de los poderes para establecerse como contra-discurso” (p. 242).

La mutación de ciudad de muchedumbres a ciudad de ánimas incomunicadas duele al poeta: saber que con quienes se había compartido una década ahora están exiliados, muertos o callados en sus casas y trabajos, contradiciendo con sus actos lo que juraron no ser cuando jóvenes.  No en vano, como si se tratara de la Balada de los ahorcadosde Francois Villon, el “Poema 3” es la voz de alguien colgado: “Algunos han caído. / Otros partieron por Europa / Se jugaron el todo por el todo. / Pero yo aquí colgado /abrazado a esta rama veleidosa / que día a día / está a punto de quebrarse” (Cuevas, 1989, p. 23). Este hecho fundamental -la idea de que mientras unos actuaron, otros se quedaron horrorosamente quietos-, permite abordar el segundo factor que podría dar respuesta al título del poemario: la existencia de individuos en contravía de la vida. Esto último es finamente cuestionado pues la voz poética se encarna en algunos de ellos para evidenciar el estado de pasmosa inmovilidad de quienes se conforman con su rol de asalariado, padre o esposo, aquel que se queda “parado en una esquina/esperando que suceda algo” (p. 25).

En definitiva, el poeta que añora la rebeldía de los años sesenta, la vida en comunidad y la ciudad como espacio de comunicación, interacción y hermandad, deja que la nostalgia opere en sus construcciones poéticas mediante formas estéticas que transitan de lo metafórico a lo conversacional. Así, en Efectos personales y dominios públicos se da la evocación del espíritu del rock, del tercer puesto de Chile en el Mundial de Fútbol de 1962, de los jóvenes en sintonía con lo que ocurría en su medio, pero también en el mundo. Aunado todo esto al erotismo y la sexualidad transgresora mediante un tono de camaradería (el “yo” enunciador habla a otro al que considera hermano) e imágenes poéticas que sugieren la idea del vuelo; por lo mismo aspiración de grandeza, utopía, voluntad de transcendencia y libertad. Ahora bien, el viaje emprendido por el poeta cambia su mirada y tratamiento estético en Contravidas cuando se refiere los años posteriores a 1973, en tanto el lenguaje poético es ajustado a una expresión más descriptiva en la cual no existe la voz amigable que habla a un “tu” con familiaridad. Igualmente, desaparecen las metáforas del vuelo para dar paso a imágenes que remiten a estados de resignación de seres que en Santiago se sienten extraños, solitarios y silenciados por el miedo. No obstante, tal como sugiere el poeta en su prólogo, de aquellos años rebeldes (los míticos sesenta) hubo de conservar el espíritu crítico, un enorme sentido de humanidad y la voz de protesta contra el orden establecido. El prólogo (“El Costo de vida”), al igual que los dos poemarios formulados en términos de rebeldía (poemas que se dejan circular en oposición a la  dictadura de Pinochet), son una afirmación de que en la creación de la belleza el poeta puede tener la condición de  intelectual para abordar críticamente su sociedad y su tiempo.


Referencias

Bachelard, G. (2006) El aire y los sueños. México: Fondo de Cultura Económica.
Bataille, G. (2001). La felicidad, el erotismo y la literatura, ensayos 1944-1961.  Buenos Aires:  
             Adriana Hidalgo Editora.
Bianchi, S. (2003).  “Una meditación nacional sobre una silla de paja”: desde Chile, José Ángel    Cuevas: una poesía en la época de la expansión global. Revista de Crítica literaria              latinoamericana, año XXIX, No. 58, Lima-Hanover, 2do semestre, p.p. 159-163.
Casullo, N. (1999).  Rebelión cultural y política de los ’60. Itinerarios de la modernidad. Buenos Aires: Editorial Universidad de Buenos Aires.
Cuevas, J. (1989).  Adiós muchedumbres.  Santiago de Chile: Editorial América del Sur.
Galindo, Ó.  (2004). Utopía y distopía en el contexto político de la poesía chilena de fines del siglo XX.   Raul Zurita y José Ángel Cuevas. Memoria, duelo y narración. Chile después de Pinochet: literatura, cine, sociedad. Edición a cargo de Roland Spiller, Titus heydenreich, Walter Hoefler y Sergio Vergara Alarcón. Frankfurt: Vervuert, p.p. 231-248.
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Zizek, S. (2000). Mirando al sesgo, una  introducción a  Jacques Lacan  a  través  de  la Cultura Popular. Buenos Aires: Editorial Paidós.




Para efectos de citación:


Gaitán Bayona, J. L. (2014). Rebeldía y nostalgia en Adiós a las muchedumbres, de José Ángel Cuevas. Revista Ergoletrías. Volumen. 2, Universidad del Tolima, Semestre B de 2014, p.p. 13-18.  

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viernes, agosto 22, 2014

NELSON ROMERO GUZMÁN Y LA ECFRASIS EN LA ACTUAL POESÍA COLOMBIANA


Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Profesor de la Universidad del Tolima, Colombia.



(Ponencia realizada el 7 de Agosto de 2014, Universidad Nacional de Costa Rica, Heredia. Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana, JALLA Costa Rica, 2014)



“No es fácil llegar al fondo del abismo / para conocer qué tan alta es la luz” (Romero Guzmán, 2000, p. 43). La antítesis en el verso citado es una declaración de principios sobre un tipo particular de belleza, aquella que para ser posible requiere la inmolación del artista en aras de la inmortalidad de una obra. En el verso podrían estar perfectamente acomodados Baudelaire, Rimbaud, el Conde de Lautréamont, pero también otros que cambiaron el papel y la tinta por las telas y los colores para lograr rupturas significativas con la historia de la pintura: Francisco de Goya y Vincent Van Gogh.  Dichos pintores en su condición de artistas malditos sedujeron al poeta colombiano Nelson Romero Guzmán, quien los incorpora en sus libros La Quinta del Sordo (2006) y Surgidos de la luz (Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1999). Los dos libros  hacen parte de una trilogía donde el escritor urde su propuesta estética a partir de la écfrasis. Dicha trilogía cierra con el libro Bajo el brillo de la luna (en proceso de edición), cuyo protagonista es  Edvard Munch.

Esta ponencia centrará su análisis en el libro Surgidos de la luz. Está estructurada en cuatro momentos: el autor;  la ecfrasis; Vincent Van Gogh en Surgidos de la luz; y epílogo. Para la indagación de la ecfrasis se tendrá en cuenta autores como Michael Riffaterre, W. J. Thomas Mitchell, Danilo Albero, Luz Aurora Pimentel y Pedro Antonio Agudelo.



El autor


“Todo poeta verdadero es necesariamente un crítico de primer orden” (Valery, 1990, p. 98). Un buen poeta es el primer verdugo de las debilidades de su creación. Reflexiona sobre su oficio, las entrañas de la palabra, sus artificios y misterios. Es capaz de establecer miradas agudas sobre la obra de otros escritores, generando polémica en la crítica literaria gracias a la lucidez de sus ensayos. Esto es clave tenerlo en cuenta a la hora de pensar en Nelson Romero Guzmán, autor colombiano (nacido en Ataco-Tolima en 1962) cuya labor resulta valiosa en sus dos libros de ensayos en solitario: El porvenir incompleto, tres novelas históricas colombianas (2012) y El espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (2012).

Nelson Romero Guzmán es una de las principales voces de la actual lírica colombiana. Ha sido incluido en antologías colombianas.  Participante en diversos festivales internacionales de poesía. Entre los reconocimientos recibidos se destacan: Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992); Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999); y Premio Nacional de Literatura –modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía de Bogotá (2007). Ha publicado los libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos de la luz (2000), Grafías del insecto (2005), La quinta del sordo (2006), Obras de mampostería (2007) y Apuntes para un cuaderno secreto (con la mexicana Kenia Cano, 2011). Es Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás y Magister en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira en convenio con la Universidad del Tolima (tesis laureada, justamente su investigación sobre la lírica de Carlos Obregón).

Volviendo a la cita de Paul Valery, es primordial resaltar en Nelson Romero Guzmán su capacidad de poetizar despojándose de la camisa de fuerza de los géneros literarios. Varios de sus poemas cuentas historias y a veces hacen digresiones sobre la misma poesía. Como lo postula Gabriel Arturo Castro, “su creación es de gran amplitud literaria en temas y formas, colmada de matices innovadores. Allí enlaza, incorpora y conjuga dos círculos de interpretación: la asimilación de la poesía a la narrativa y el carácter ensayístico de algunos de sus poemas” (2013, p. 86). En sus versos la belleza va más allá del artificio de la imagen puesto que refigura las angustias y satisfacciones del arte.  Las piedras y su abecedario religioso se exploran en Obras de mampostería. Las formas de escritura de hormigas, polillas, mariposas y otros minúsculos animales se encuentran en Grafías del insecto. Las cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Théo se reinventan en Surgidos de la luz. Goya, “convertido en el sacerdote de las grutas abiertas por su pincel” (Romero Guzmán, 2006, p. 29), medita sobre sus brujas y sus cuadros siniestros en La quinta del Sordo.

El poeta Nelson Romero Guzmán asume con seriedad el juego de la máscara. Deja que en él surja para cada libro una voz poderosa que no es su yo biográfico. Como lo resalta en el final de su poema “Carta devuelta” (del libro La Quinta del Sordo), “en mi íntimo ser batalla otro ser, de negros apetitos” (2006, p. 27).  Obviamente en la elección de los protagonistas de sus poemarios hay una predilección por artistas incomprendidos por las sociedades de su tiempo que, a pesar de todo, tenían un carácter visionario. No solamente se encuentran aquí Vincent Van Gogh en el libro Surgidos de la luz o Goya en La Quinta del Sordo, sino también poemas inéditos que incluyó en la antología Mientras el tiempo sea nuestro: “Poema seguramente escrito en 1871, en Tarbes, por Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont, designado a sí mismo el hermano de la sanguijuela”; “Poema atribuido a Antonin Marie Joseph Artaud, escrito en Marsella, en 1925, en momentos en que se encontraba enfermo por falta de opio, no incluido todavía en Fragmentos de un diario en el infierno”; y “Posiblemente este poema sacado del bolsillo  de Jean Genet (¿En 1934?) en un café de Katowice, antes de ir a la cárcel”.



La ecfrasis



La ecfrasis es una mímesis doble, en tanto se constituye en “una representación verbal de una representación plástica” (Riffaterre, p. 161). La ecfrasis admite varios niveles de relación entre la sensibilidad estética del escritor y la obra visual: la descripción lírica; la interpretación; y la recreación.  No se trata de la simple imitación o de considerar que el escritor deba traducir al lenguaje verbal lo que es propio del lenguaje pictórico. En este caso lo que opera es la intertextualidad, en tanto hay actos de resignificación, transformación y reinvención. Es arte que nace del arte: literatura que se inspira en las artes visuales, no en cualquier imagen u objeto que se tenga de la realidad.

Frecuentemente se toma la ecfrasis para expresar la existencia de obras líricas que nacen de las artes plásticas,  W. J. Thomas Mitchell en su libro Picture Theory, Essays on Verbal and Visual Representation indica la necesidad de expandir el campo de acción a toda la literatura, lo que permitiría hablar de écfrasis en novelas, cuentos, entre otros. 


La ecfrasis admite varias modalidades. Al respecto, Luz Aurora Pimentel en su artículo “Ecfrasis y lecturas iconotextuales” (2003) presenta la siguiente clasificación:

·         Ecfrasis referencial: “cuando el objeto plástico tiene una existencia material autónoma” (p. 207), y a partir de ese objeto único -un cuadro o una escultura específica- un escritor desarrolla su texto literario.

·         Ecfrasis referencial genérica: los textos literarios en vez de “designar un objeto plástico preciso, proponen configuraciones descriptivas que remiten al estilo o a una síntesis imaginaria de varios objetos plásticos de un artista” (p. 207). El escritor puede aludir en su poema varias obras de un artista plástico, indicar sus temáticas y rasgos sobresalientes en el manejo del color, la luz, entre otros. Es como  si en un poema se ofreciera una mirada panorámica a la obra extensa de un artista visual.

·         Ecfrasis nocional: “el objeto ‘representado’ solamente existe en y por el lenguaje” (p. 207). La obra pictórica que alude o recrea el poeta no es parte del mundo real sino que es una invención del escritor. Como ejemplo de la écfrasis nocional la autora da A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust, donde se habla del cuadro “El puerto de Carquethuit”, del pintor Elstir y dicha obra pictórica existe solo en el lenguaje y el relato del escritor francés.

La ecfrasis es un homenaje de un escritor a un pintor. En ella opera “un efecto de elogio o, si se prefiere, un discurso laudatorio” (Riffaterre, 2000, p.  166).  Las profundas resonancias que deja en un autor  uno o varios objetos plásticos de un artista lo llevan a construir mundo, fabular, reinventar y posibilitar nuevas formas de la belleza.


Vincent Van Gogh en Surgidos de la luz


Bienaventurados los artistas malditos porque de sus infiernos personales la belleza erigió  otros cielos, otras eternidades: vidas locas que desafían el statu quo; peregrinos de burdeles y tabernas para cargarse de impulsos eléctricos y luego, en la soledad ritual, inventar obras sublimes. Artistas que pierden su aureola (tal como anunciaba  Baudelaire en el siglo XIX), sufren en carne propia tormentos y recriminaciones para que los sentidos se desordenen entre la multitud y se organicen, nuevamente, a la hora en que las más complejas operaciones de la mente pulen propuestas estéticas que terminan convirtiéndose en canónicas. 

A la  altura de los malditos que alcanzaron la condición de genios (donde sobresalen a nivel lírico François Villon, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine) habría que situar en la historia de la pintura occidental a Vincent Van Gogh. Treinta y siete años le bastaron al pintor neerlandés para consolidar una obra de más de 900 cuadros que en la actualidad valen  millones de dólares y se ubican en los mejores museos del mundo, pero que en su tiempo poco dinero le reportaron a su autor, quien sólo logró vender un cuadro en vida. Vincent conoció “lo infinito de la penuria” (Van Gogh, 2005, p. 196). Para dedicarse a la belleza debió paliar el hambre con el dinero que le enviaba Théo, su hermano menor.

La obra pictórica de Van Gogh, así como su biografía –deambular por Europa, escándalos con prostitutas, automutilación  de oreja y otros comportamientos rebeldes- están inmersas en Surgidos de la luz (2000), del autor tolimense Nelson Romero Guzmán. El libro obtuvo el XIV Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia en 1999. Fue publicado por primera vez por la universidad mencionada y luego por la Imprenta Departamental del Tolima. Traducido al inglés por el escritor Andrés Berger Kiss en 2009 bajo el título Sprung from the light.  Sobre Cartas a Théo y los cuadros de Vincent Van Gogh se configura la intertextualidad del libro. Como si se tratara de una liturgia, el primer poema (“Para una iniciación”) es un ritual de preparación donde el poeta confiesa su admiración por el pintor neerlandés, da pistas sobre los objetos y situaciones del arte plástico que serán resinificadas y señala que, aparte de creador, será también mensajero:


¿Quién no hubiera querido ser la mano de Van Gogh? Estos poemas quisieran, por lo menos, revelar al lector los secretos de su oreja mutilada. Por ahora sueño que estoy sentado sobre la silla que dibujó, y que él viene; viene bajo el cielo de Arles, se me acerca y desenrolla un lienzo transparente a través del cual puedo mirar unas campesinas barriendo en los patios de su infancia. Más allá, sembradores de patatas, y los cuervos sobrevolando los trigales por cielos de eternidad. Pero cuando voy a entrar a una casa que me ha dibujado, despierto asomándome por ventanas solares. Antes, el pintor me ha pedido que le lleve a Théo una carta (Romero Guzmán, 2000, p. 9).


El poeta mensajero se sueña Van Gogh y sabe que sus manos saben pintar a través de las palabras. Las menciones de la silla, sembradores de patatas, cuervos, campesinas barriendo, ventanas solares y la oreja mutilada corresponden a cuadros de Van Gogh. Por lo cual, al ofrecer una mirada panorámica a la obra extensa de un artista visual, se da la ecfrasis referencial genérica. La ecfrasis se cimenta en metáforas sugestivas y gestos metaficcionales debido a que la poesía se reflexiona a sí misma, desnudando al lector sus deudas con el arte pictórico: “Estos poemas quisieran, por lo menos, revelar al lector los secretos de su oreja mutilada” (p. 9). Dicha indicación metaficcional es un reconocimiento de los desafíos que impone la ecfrasis: ir más allá del cuadro, contar los secretos y pasado oculto en la tela.  Esta idea se reafirma en el poema “Señales de un autorretrato”:

Que algo suceda en la parte oculta de la tela:
un crimen por ejemplo, y en la escena
unos ojos al revés y una oreja vendada.
Todo ocurrido como en un día sin fecha.
Sólo así nos regalas la confianza
de que la culpa no es del cuchillo que mutila,
sino de la mano que trazó, de un crimen, la gloria (Romero Guzmán, 2000, p. 21).

Se presenta una ecfrasis referencial genérica que trae a ojos del lector los célebres óleos donde Van Gogh hace sus autorretratos con oreja vendada. Se vislumbra, más allá del rostro representado, las lecciones estéticas de quien encuentra en la herida y la experiencia del horror embriones para la creación artística. Esta concepción del arte como “tortura intelectual” (Van Gogh, 2005, p. 32) es la que Vincent le indicaba a su hermano Théo cuando meditaba las palabras de su admirado Jean François Millet: “En el arte hay que jugarse hasta el pellejo” (citado por Van Gogh; 2005, p. 104).  Tras la mano que traza un crimen está la locura como un estado privilegiado de la lucidez que permite romper con normas sociales y estéticas, subvertir la tradición artística, innovar y descubrir formas inéditas de representar la condición humana. Las sensaciones primarias del sujeto (el dolor o el hambre) adquieren un matiz más espiritual pues, más que el cuerpo, importa la obra. Así lo reafirma el poeta (ya no en la voz del mensajero sino del propio Van Gogh) en “Carta”:

Sólo como pan y cerveza.
El hambre es de pinceles, de telas…
Miro los soles concluir en estas tardes verdes
que me aguardan una esperanza, y algo
se crispa en el espíritu insaciable.
El alba me acoge con brazos blancos
y creo comer de las patatas que pinto.
El hambre es de colores.
Envíame un poco de dinero para ganar los días que vienen,
voy a terminar los bordes de un cielo por el que quiero escapar (Romero Guzmán, 2000, p. 11).



Tras este poema que habla del hambre está la antropofagia de Nelson Romero Guzmán a Vincent Van Gogh y sus Cartas a Théo. El poeta conoce a profundidad la correspondencia del artista neerlandés, ha digerido su malestar existencial, pero, fundamentalmente, su profunda convicción en sus pinturas (su catarsis y alimento espiritual).  La simple supervivencia pasa a un segundo plano cuando lo que está en juego es la belleza, la inmortalidad. De ahí que los sentidos no estén subordinados a sus registros originales, sino que se funden para dar cuenta de un credo estético a través de la sinestesia: “El hambre es de colores” (p. 11).  El Van Gogh recreado por el poeta colombiano encuentra el sustento en su propia imaginación: “Creo comer de las patatas que pinto” (p. 11). Más adelante, en el poema II del apartado “La casa amarilla” el poeta dice: “Por dentro, un árbol le manaba frutos. / La lucidez ponía un plato incandescente en su mesa. / Su alma subía al árbol, bajaba de esos frutos y los servía en el plato” (p. 45).

El acto antropofágico con Van Gogh y su correspondencia tiene otro ejemplo en “Invitación que hace Van Gogh a Théo desde un cuarto de postigos cerrados”. A pié de página el autor señala: “Este poema está construido a partir de diferentes frases tomadas de Cartas a Théo” (Romero Guzmán, 2000, p. 15).  Al cuerpo de su poema Nelson Romero incorpora varias de las líneas más sugestivas del pintor a su hermano mecenas: “Me apena que la pintura sea / como una mala amante / que poseyera, que gasta / siempre y jamás es bastante” (citado por Romero Guzmán, 2000, p. 15). Los pensamientos casi aforísticos de Van Gogh se funden con líneas de la imaginación del escritor colombiano posibilitando un todo armónico en el que se explora el ser mismo del arte. La mayoría de los poemas son “artes poéticas” donde el verso se mira a sí mismo para desentrañar la belleza y los vasos comunicantes entre la palabra y la pintura, artes hermanas que –parafraseando a Nelson Romero en el poema citado- funden los bordes de sus cielos para que a través de ellos se arrojen al vuelo artistas, lectores y espectadores.

El libro tiene poemas depurados en el lenguaje (tanto en prosa como en verso), llenos de sonoridades, sinestesias y metáforas. Se siente la agonía del artista que, a pesar del hambre y las deudas, era dedicado a labor estética. Su negación a la esclavitud del trabajo no era una simple forma de la pereza, sino la más elevada y sublime expresión del “ocio creativo”, tal como lo postularon Francesco Petrarca en De vida solitaria, Robert Louis Stevenson en Apología del ocio y Bertrand Russel en  Elogio de la Ociosidad. A los ojos del poeta, el pintor de girasoles era “alguien a quien le fue dada la santidad del ocio / para pintar la eternidad” (Romero Guzmán, 2000, p. 33).


Epílogo

En una carta del 15 de Agosto de 1888 Vincent Van Gogh le confesó a su hermano Théo: “La pintura, tal como hoy aparece, promete volverse más sutil, más música y menos escultura” (2005, p. 199). Más que  el reconocimiento de las fronteras difusas de las artes, sus palabras parecieran proféticas frente a cómo sus propios cuadros serían inspiradores de poesía, esa otra forma de la música, según Schopenhauer y Nietzsche. Sus cuadros y su existencia maldita serían refigurados líricamente gracias a las posibilidades de la ecfrasis.
El artista neerlandés abrevó en su propia desolación y en las múltiples resonancias de la vida campestre para crear representaciones pictóricas que alumbraban su condición de demiurgo: “El pintor, en su taller alucinado, regalaba su camisa a los vientos, excitado de sobrenaturaleza” (Romero Guzmán, 2000, p. 17). Su vida y obra tienen una casa de lujo en la ficción, justamente Surgidos de la luz, de Nelson Romero Guzmán. El libro enriquece la tradición lírica nacional que ha tomado a Van Gogh como protagonista, piénsese, por ejemplo, en los poemas “Una lección de inocencia” de Héctor Rojas Herazo  y “Cinco veces Van Gogh”  de Juan Manuel Roca, o en los libros Del huerto de Van Gogh (1990) de León Gil  y La casa amarilla (2011), de Jorge Eliécer Ordóñez.  Dichos autores se articulan, a la vez, a una prolífica tendencia iberoamericana que ha generado propuestas líricas entrando en relación intertextual con la pintura, como bien lo han hecho el chileno Gonzalo Millán,  el mexicano Octavio Paz, y los españoles Irene Sánchez Carrón, Olvido García Valdés, Joaquín Lobato y Antonio Colinas, entre otros.
Cabe resaltar que Surgidos de la luz y otras creaciones del escritor tolimense inspiraron el poemario Raíces (2013), de Pastor Polanía.  Al inicio el autor reconoce: “Realizado con la lectura de las obras escritas por Nelson Romero Guzmán, a quien dedico estos poemas” (p. 5).  Varios versos de Nelson Romero - indicados unos a través de epígrafes y otros finamente aludidos- le permiten a Pastor Polanía erigir su universo estético en conexión temática con la obra del poeta homenajeado: la búsqueda de la eternidad mediante la belleza; la miseria, soledad y angustia de artistas incomprendidos en su tiempo; la  obsesión por Van Gogh, Goya y Chagall.

En Surgidos de la luz hay una estética de la conmoción en la cual “la poesía es la instauración del ser con la palabra” (Heidegger, 2005, p. 137). Las angustias y convicciones estéticas de Van Gogh se recrean desde los valores plásticos, emotivos y sonoros del lenguaje. Como indica Gabriel Arturo Castro, “por fortuna, Romero Guzmán, ante el reto de incursionar por la obra del pintor holandés, toma lo esencial: su alcance profético, la función instituyente, original y ontológica de la imagen, su profunda y dolorosa complejidad sicológica” (2013, p. 183). En sus poemas la imagen poética va más allá de la transgresión lúdica de los signos lingüísticos y contiene en su interior el ser, el mundo, la historia y el  Vincent Van Gogh reinventado por la fecunda imaginación de Nelson Romero Guzmán.





Referencias


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Van Gogh, V. (2005).  Cartas a Théo. Barcelona: Edicomunicación S.A. 

LA POESÍA COMO CONTRACARA DE LA VIOLENCIA COLOMBIANA EN LOS VELOS DE LA MEMORIA, DE JORGE ELIÉCER PARDO RODRÍGUEZ

  Jorge Ladino Gaitán Bayona (Grupo de Investigación en Literatura del Tolima, Universidad del Tolima)     Ponencia del 13 de noviembre de 2...