domingo, noviembre 20, 2011

LA POESÍA DE TOMAS TRANSTRÖMER Y SUS “PINCELES IMPACIENTES POR EL MUNDO”


Por Jorge Ladino Gaitán Bayona

(Profesor de la Universidad del Tolima,

Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile,

jlgaitan@ut.edu.co)



Cuando Ernest Hemingway apunta el cañón a su cabeza no repetía el acto final de su padre, sino el de uno de sus personajes de cuento; su muerte no era una muestra de lealtad con la tragedia familiar, sino con la propia literatura. Tras acariciar el suicidio en sus novelas, poemas y diario, Cesare Pavese convocó el sueño eterno con dieciséis envases de somníferos. Lo que pudo sentir Alfonsina Storni cuando pereció en las aguas del Mar de Plata ya lo había proyectado en su poema “Dolor”: “Con el paso lento, y los ojos fríos/ y la boca muda, dejarme llevar;/ ver cómo se rompen las olas azules/ contra los granitos y no parpadear” (1956: 128). George Trakl, poeta y huésped de manicomio, quiso parecerse a su poema “A un muerto prematuro” y se borró de 27 años con sobredosis de cocaína; muy lozano y muy blanco se presentó a la muerte, así lo había prefigurado en los versos de su “Salmo”: “Hay una luz que el viento ha extinguido./ Hay una taberna que en la tarde un ebrio abandona./ Hay una viña quemada y negra/ con agujeros llenos de arañas./ Hay un cuarto que han blanqueado con leche./ El demente ha muerto” (2003: 95).

Unos eligen la muerte de la que alguna vez escribieron; otros son elegidos por ella y antes de fulminarlos para siempre les hace vivir las realidades de sus ficciones. Estos últimos cumplen, por lucidez o capricho del azar, con la condición de poetas visionarios. Uno de ellos es Tomas Tranströmer (Estocolmo, Suecia, 1931), el Premio Nobel de Literatura 2011, traducido a más de cincuenta idiomas. Aunque la mayoría de sus poemas exaltan la vida, la comunión sagrada con los bosques y mares escandinavos, también advierte que la muerte suele hacer travesuras a los hombres. La segunda de sus “Postales negras”, del libro La plaza salvaje, publicado originalmente en 1983[1], señala:

En mitad de la vida sucede que llega la muerte

a tomarle medidas a la persona. Esta visita

se olvida y la vida continúa. Pero el traje

se va cosiendo en silencio (1992: 131).


Acaso la muerte visitó a Tranströmer y le tomó de extraña forma las medidas, primero a sus poemas y luego a su cuerpo pues “el traje se va cosiendo en silencio” (p. 131). El silencio de un poeta que por un ataque cerebral en 1990 perdió el habla y sufrió la parálisis del lado derecho de su cuerpo. Ese cuerpo silenciado en sus movimientos y su lenguaje ya había sido cantado en su libro Báltico, de 1974. En él latía un profundo sentido visionario en el poema V:


…Llega entonces el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho,

con afasia, sólo entiende frases cortas, dice palabras inadecuadas.

Por consiguiente no le afectan ni el ascenso ni la condena.

Pero la música sigue en él, continúa componiendo en su propio estilo,

se convierte en una sensación médica el tiempo que le queda por vivir (1992: 106).


Y “la música sigue en él, continúa componiendo en su propio estilo” (p. 106) porque Tranströmer permanecería escribiendo poemas y tocando melodías en su piano con el vuelo que traza su mano izquierda[2]. Siempre supo que la vida, aunque afrentada y a veces puesta en circunstancias anómalas, merece celebrarse. De ello da cuenta el encanto y la explosiva brevedad de sus jaicus[3]:


7

Vidas mal escritas,

la belleza persiste

como un tatuaje (2011: 115)[4].


18

Mírame, estoy

como un lanchón en tierra.

Soy feliz aquí (2003: 58)[5].


Tranströmer encuentra en el jaicu una forma propicia de capturar en versos sugerentes su visión mágica y panteísta de la existencia. La naturaleza y el universo son su dios y lo tornan sagrado cuando él entra en comunión con ellos desde la creación estética. Tal como expresara Vicente Huidobro en su “Arte poética”: “que el verso sea como una llave/ que abra mil puertas” (1993: 48). La palabra como llave y susurro es la que revela Tranströmer en su jaicu 25: “Zumba la lluvia./ Yo susurro un secreto/ para entrar allí” (2003: 74). El poeta se hace uno con la lluvia, “la pureza metafísica de una sustancia” (Bachelard, 1993: 227) que le ofrenda frescura y una mirada privilegiada para encontrar la grandeza en criaturas, astros y en las formas que a otros podrían resultar demasiado simples, tal como se revela en su jaicu 15: “Las hojas ocre,/ tan valiosas son como/ las del Mar Muerto” (Tranströmer, 2003: 50).

Tanto en jaicus, como en poemas de mayor extensión (unos en verso y otros en prosa), el poeta sueco reitera que, ante las promesas incumplidas de la modernidad, el hastío del trabajo y la ciudad con sus ruidos y su vértigo, existe la música del erotismo y el regocijo de la naturaleza. Cuando las calles y los edificios lo saturan con sus sonidos e imágenes industriales, busca el recogimiento y un bosque para inclinarse, no ante amos que gritan y abusan de sus poderes, sino ante reinos más bondadosos al hombre; contundentes al respecto son las líneas finales de su “Llanura estival”, perteneciente al libro Tañidos y huellas (1966): “La hierba tiene un jefe verde./ Yo me pongo a sus órdenes” (1992: 76). La hierba que regenera, la que recuerda que en múltiples culturas “el antepasado totémico es vegetal” (Éliade M, citado por Durand, 1981: 283) y que los hombres son “hijos de las hierbas o hijos de las flores” (p. 283).

Así como profesa su devoción y asombro por las virtudes de las formas terrestres, también apunta sus ojos al cielo para darse un baño de luz. Al sol lo sugiere artista y rebelde, capaz de devolver a los rostros la alegría de los viejos tiempos, lo mira ir de un lado a otro combinando colores y reinventado esperanzas; justamente en su poema “Secretos del camino”, incluido en un libro de poemas del mismo nombre de 1958, indica: “…Y sin embargo el sol, tan fuerte como antes. /Pintaban sus pinceles impacientes por el mundo” (Tranströmer, 1992: 76).

Desde su primer libro, titulado 17 poemas (1954), Tranströmer se había inclinado por una lírica panteísta. Poetas de su país y parte de la crítica literaria lo acusaron de evasionista por no unirse a la tendencia social y política de las letras suecas en aquella década. Como bien lo sostiene Silva Duarte en su antología en portugués Cinco poetas suecos II, Tomas Tranströmer era de la Generación del cincuenta, junto a Lars Forssell y Lasse Söderberg y “em contraste com a generação de 40, os escritores de 50 não tentam solucionar os complexos problemas da sociedade moderna, antes parecem fugir a realidade para buscarem uma nova visão romántica” (1981: 9).

La visión romántica mencionada por Silva Duarte para el caso de Tranströmer involucra, necesariamente, una estética y una filosofía de vida. Con relación al último aspecto, vale resaltar que el Nobel de Literatura 2011 -graduado en psicología e historia de la literatura y de las religiones en la Universidad de Estocolmo- cuando adelantaba su labor profesional no era de aquellos psicólogos que se quedaban encerrados en una oficina esperando pacientes. Por el contrario, salía en busca de lugares donde se encontraban comunidades altamente vulneradas en su psiquis: prisiones, hospitales, centros de refugiados y zonas de rehabilitación de delincuentes y minusválidos. Roberto Mascaró, el poeta uruguayo que ha traducido buena parte de su obra al castellano, resalta el papel que jugó Tranströmer y su esposa (Mónica Bladh, enfermera voluntaria) ayudando a exiliados chilenos, argentinos y uruguayos afectados por las dictaduras militares en la década del setenta. El altruismo es una de las virtudes de este poeta sueco. Su labor humanitaria ha sido, a la vez, una fuente de impulsos y resonancias estéticas: “Toco la vida con mi profesión, como si esta fuese un guante” (1992: 9).

En una entrevista brindada al poeta español Juan Antonio González Iglesias, el Nobel sueco puntualiza: “Siendo joven, reconocí que no podía mantenerme ni alimentar a una familia con la escritura de poesía; de modo que elegí una profesión que no perturbase la escritura, sino que le agregase experiencia. Por esto elegí la profesión de psicólogo, de lo cual nunca me he arrepentido” (2011: recurso web). Psicólogo y poeta, vida y obra afirmando lo sagrado del hombre y de su entorno. De ahí que se mencione en Tranströmer la existencia de una visión romántica en la que se cumple esta condición: “Unirnos con la naturaleza, con un Uno e infinito Todo, ésta es la meta de cualquiera de nuestros esfuerzos (…) Humanidad y naturaleza se unificarán en una única divinidad que lo abarcará todo” (Hölderlin, citado por Juanes, 2003: 158). Esa unión con la naturaleza es casi que una exigencia de su contexto: “La naturaleza no es solamente un tópico, sino también una realidad y hasta una obsesión en la vida de los suecos contemporáneos. Este hecho está íntimamente vinculado a la raíz estrictamente rural de la sociedad sueca, tardíamente urbanizada, cercada por las duras condiciones climáticas” (Von Bergen, 1992: 8). Por este factor es que Tranströmer refiere lo siguiente:


El campesino que hay en mí se siente bien en esa libertad ilimitada que nos ofrece la naturaleza. Por otra parte, el dramatismo de los cambios climáticos que hay en este Norte ha marcado y sigue marcando la poesía sueca. Es ese dramatismo el que da a la naturaleza un cariz místico, desconocido en los países del Sur de Europa… Para mí hay aquí un encuentro con una dimensión especial de la realidad” (citado por Von Bergen, 1992: 9).


Ese “cariz místico” en el que el entorno natural entra en la sustancia íntima del poeta le permite construir metáforas, sinestesias e imágenes que se deslizan de lo mínimo a lo máximo: “En un ramo de pocas flores o en un jardincillo minúsculo, concentra y resume la totalidad del universo” (Durand, 1981: 264). Los versos de Tranströmer van al alma de las cosas, las piedras, los astros, las formas vegetales y las acciones elementales de hombres y animales. En todo encuentra una señal, un misterio, un lenguaje y un asombro por cantar. En el “Preludio” de su libro 17 poemas (1954) reconoce que “en las primeras horas del día, la conciencia puede abarcar el mundo” (1992: 15), incluso dejarse iluminar por “las oscilantes lámparas subterráneas/ del poderoso sistema de las raíces de los árboles” (p. 15). Más adelante, en el poema “Archipiélago otoñal”, escucha “las constelaciones piafar en los establos/ alto, sobre los árboles” (p. 16); posteriormente en “Las piedras” las oye deslizarse “como golondrinas desde una cima a otra de las montañas” (p. 23). Ya para su libro Secretos en el camino (1958), la “Carta del tiempo” descubre “el jeroglífico del ladrido de un perro/ pintado en el aire sobre el jardín” (1992: 32).

En una de sus obras más abordadas por la crítica especializada, El cielo a medio hacer (1962), el lector vislumbra árboles errantes bajo la lluvia llevando recados (“El árbol y la nube” y “El tañido”[6]); músicas del mar que llegan a las cabañas invitando a sus huéspedes a ir a islas donde se exorcizan las tristezas (“Cuando volvimos a ver las islas”); velas blancas que susurran llamarse “lunas vagabundas” (1992: 50) y van navegando los deseos del mundo (“Desde la montaña”); polillas en la ventana que son telegramas del mundo (“Lamento”); tormentas que ponen sus bocas en el alma de los transeúntes y soplan sus melodías (“Una noche de invierno”). De ese pacto reconciliatorio con la vida y el paisaje, una suerte de “Aleph borgiano” es el poema que da título al libro indicado:


EL CIELO A MEDIO HACER


El desaliento interrumpe su curso.

La angustia interrumpe su curso.

El buitre interrumpe su vuelo.

La luz tenaz se derrama,

hasta los fantasmas se toman un trago.

Y nuestros cuadros se hacen visibles,

nuestros rojos animales de los talleres de la Edad del Hielo.

Todo comienza a dar vueltas.

A centenares andamos al sol.

Cada persona es una puerta entreabierta

que lleva a una habitación para todos.

La tierra infinita bajo nosotros.

El agua brilla entre los árboles.

La laguna es una ventana a la tierra (1992: 56).


En tanto “el hombre literario es una suma de la meditación y de la expresión, una suma del pensamiento y del sueño” (Bachelard, 2006: 327), se genera un puente entre la quietud que pone alerta los sentidos y el dinamismo de la imaginación que capta y metaforiza lo que antes resultaba no visible, la movilidad espiritual de los elementos esenciales de la vida y los umbrales que invitan al diálogo, la reconciliación y la fiesta de los sentidos. Justamente los tres primeros versos del poema dan cuenta de una quietud que le quita peso a frenesí insoportable del desaliento y la angustia para que, tras el recogimiento, llegue la videncia: “La luz tenaz se derrama” (p. 56). Bella y sugestiva es la imagen pues la luz que se derrama alude a la palabra poética (lo cual le otorga un carácter metaficcional al texto lírico al resultar un poema refigurando el acto mismo de la creación estética). Atendiendo a Gilbert Durand en Las estructuras antropológicas de lo imaginario, existe una relación de isomorfismo entre la palabra y la luz que le da una profunda universalidad a “El cielo a medio hacer”, en tanto corresponde a una raíz primitiva que entrelaza varias culturas:


Los textos upanishádicos asocian constantemente la luz, en ocasiones el fuego, con la palabra, y en las leyendas egipcias, como entre los antiguos judíos, la palabra preside la creación del universo. Las primeras palabras de Atoum, como las de Yaveh, son un 'fiat lux'. Jung muestra que la etimología indoeuropea de 'lo que luce' es la misma que la del término que significa 'hablar': esta similitud se encontraría en egipcio. Jung, relacionando el radical sven con el sánscrito svan que significa zumbar, concluye incluso que el canto del cisne (Schwan), pájaro solar, no es más que la manifestación mítica del isomorfismo etimológico de la luz y de la palabra. Es que la palabra, como la luz, es hipóstasis simbólica de la Omnipotencia. En el Kalevala, es el bardo eterno Wainamoinem quien posee las runas y por ello ostenta el poder, del mismo modo que Odín, el varuna tuerto de los germanos, obra por la magia de las runas (…) Las runas son a la vez signos y fórmulas que el Gran Dios Indoeuropeo habría obtenido tras una iniciación de origen chamánico, es decir, que implicaba prácticas ascensionales y sacrificiales. Odín es llamado a veces el “dios del buen decir” (1981: 146).


La luz y la palabra tienen entonces una misma cuna mítica en pueblos egipcios, judíos e indoeuropeos. Ambas están relacionadas con la idea de creación, poder, magia, canto y “buen decir”. Primordial es la mención a Odín y las runas. Estas últimas no son simplemente las letras usadas en lenguas germánicas, principalmente en Islas Británicas y territorio Escandinavo (el que habita y poetiza Tomas Tranströmer). En la mitología escandinava hasta el propio Odín tiene que sacrificarse por nueve noches colgando de un árbol mítico para recibir las runas. Ellas tienen un origen divino, entrañan revelación, suprema belleza en la escritura y posibilidad de magia (la magia rúnica) para generar hechizos y profecías. Todo tiene que ver con el bardo, con el buen poeta en el que convive el mago, el creador, el vidente e iluminador. Características que se hacen presentes en el poeta sueco. No es casual que uno de sus libros, publicado en 1970, se titule Ver en la oscuridad y que en él el poeta aluda a que, más allá del nombre y del nacimiento, su destino, su vida y redención le vienen de lejos, de un tiempo remoto, de una tierra y un pasado escandinavo que lo señalan, lo obligan al canto y a sentirse sagrado: “… viene mi vida de regreso. Mi nombre llega como un ángel. Fuera de los muros suena un toque de trompeta (como en la obertura de Leonora) y los pasos salvadores llegan rápida, rápidamente descendiendo la demasiada larga escalera. ¡Soy yo! ¡Soy yo!” (Poema titulado “El Nombre”, 1992: 83).

El poeta escucha su pasado y encuentra en lo circundante huellas y lenguajes milenarios. En “Los recuerdos me ven”, del libro La plaza salvaje (1983), advierte: “Tengo que salir al verdor que está lleno/ de recuerdos, y ellos me siguen con la mirada” (1992: 126). En su poema en prosa “la casa azul”, la vieja morada que sigue en pié en un bosque denso obliga a trazar su genealogía: “Lleva allí más de ochenta veranos. Su madera ha sido impregnada cuatro veces con la alegría y tres con la tristeza. Cuando alguno de los que han vivido allí muere, se vuelve a pintar. El muerto pinta, sin pincel, desde adentro” (1992: 129). Otros que se niegan al olvido le salen al encuentro en su libro Para vivos y muertos” (1989). Allí están el “Retrato de mujer-siglo XIX” y el poema “Seis inviernos” donde se habla del famoso cementerio de Karatina en Estocolmo, en el cual “una elite de muertos se petrificó” (1992: 137). Pero no sólo los que gozaron de prestigio social son mencionados, también se canta en “El olvidado capitán” a alguien que pereció durante la Segunda Guerra Mundial; a ese “alguien” - sin nombre para el lector- se le reconstruye la memoria de sus viajes adultos, de su final al ser bombardeada su embarcación y el inicio de su amor por el mar cuando de niño, con sus amigos, iba a la playa a disfrutar con sus veleros juguetes: “Los barcos que fueron vida y muerte para algunos de ellos. / Y escribir sobre los muertos/ también es un juego, al que hace pesado/ lo que está por venir” (1992: 136).

La muerte y la vida, la ciudad que agobia y la naturaleza que redime, son temas recurrentes en la poesía de Tomas Tranströmer. Su lírica, en todo caso, no está bajo el sino de la melancolía, ese terrible “sol negro” de que hablara Gérard Nerval en varios de sus poemas. Su sol es demasiado vigoroso y colorido; como enuncia en “Secretos del camino”, es de “pinceles impacientes por el mundo” (Tranströmer, 1992: 76). Él está del lado del duelo, de la reconciliación y del pasado que da lecciones al presente. Celebra a los muertos con la misma intensidad con que celebra los bosques, los mares y los placeres de la vida sencilla; incluso, donde vislumbra lo atroz descubre su contracara en el amor: “… el crimen más grave queda sin resolver. Del mismo modo, hay en algún lugar de nuestras vidas un gran amor sin resolver” (Poema “Madrigal”; 1992: 153).

El premio Nobel de Literatura 2011 es un merecido reconocimiento a un hombre en el que se dan “el místico y el misionero” (Mascaró, 2003: 7). En Tranströmer está el poeta que se hace Uno con la naturaleza y el psicólogo humanitario que brindaba consuelo a presos, enfermos y exiliados. Su vida y obra están en armonía. Tal como expresa el profesor y escritor peruano Abraham Prudencio Sánchez, él nos entrega “una muestra de lucidez y compromiso, su poesía nos ayuda a vivir y comprender el mundo (…) La invención de un lenguaje elegante, buen manejo de la metáfora, exactitud sensorial, sensibilidad, constante referencia hacia la naturaleza hacen de la poesía transtomeriana una isla obligada a encallar por todos nosotros” (2010: recurso web). Su nombre se une a la lista de escritores que en su país también han obtenido el máximo galardón de las letras: Selma Ottilia Lovisa Lagerlöf, Carl Gustaf Verner von Heidenstam, Erik Axel Karlfeldt, Pär Fabien Lagerkvist, Eyvind Johnson y Harry Edmund Martinson (los dos últimos recibieron compartido el Premio Nobel en 1974).

Finalmente cabe indicar que, más allá del Premio Nobel obtenido por Tomas Tranströmer y otras distinciones previas (no siempre el Nobel es garantía de una calidad estética que perviva a los tiempos), su lírica parece destinada a seguir cautivando lectores, por su embriagadora sencillez, sus recursos literarios y su visión panteísta de la vida. Ésta se afirma a través de imágenes que funden el cielo y la tierra, la brevedad de los instantes y el ansia de inmortalidad, tal como se evidencia en “Contexto”, una de sus primeras creaciones, incluida en 17 poemas (1954):


Mira el árbol gris. Fluyó el cielo

por sus fibras hasta la tierra

-quedó sólo una nube arrugada

cuando la tierra ha bebido. Espacio

robado se retuerce en la trenza de raíces,

se trama en verdor. Los breves instantes

de libertad se alzan de nosotros, remolinean

por la sangre de las Parcas y aún más allá” (1992: 24).


REFERENCIAS


Bachelard, Gaston (1993). El agua y los sueños. Ida Vitale (trad.). México: Fondo de Cultura Económica.

Bachelard, Gaston (2006). El aire y los sueños. Ida Vitale (trad.). México: Fondo de Cultura Económica.

Duarte, Silva. “Prólogo”. Cinco poetas suecos II. Silva Duarte (ant.). Barcelos: Companhia Editora do Minho, pp. 6-11.

Durand, Gilbert. Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Introducción a la arquetipología general. Mauro Armiño (trad.). Madrid: Editorial Taurus, 1981.

González, Juan Antonio (2011). Tranströmer: “Un poema no es otra cosa que un sueño en la vigilia” (Entrevista). El país.com. O6/10/2011. http://www.elpais.com/articulo/cultura/Transtromer/poema/cosa/sueno/vigilia/elpepucul/20111006elpepucul_4/Tes

Huidobro, Vicente (1993). Antología poética. Santiago: Editorial Universitaria.

Juanes, Jorge (2003). Hölderlin y la sabiduría poética: la otra modernidad. México: Editorial Ítaca.

Mascaró, Roberto (2003). Prólogo: Tomas Tranströmer, poeta internacional. 29 jaicus y otros poemas. Tomas Tranströmer. Roberto Mascaró (trad.). Madrid: Editorial Hiperión, pp. 5-8.

Pérez Santiago, Omar. La poesía de Tomás Tranströmer y sus vínculos con escritores chilenos. Artes y letras, El Mercurio. Domingo 9 de octubre de 2011. http://letras.s5.com/ops111011.html

Prudencio Sánchez, Abraham (2010). La poesía silenciosa en Tomas Tranströmer. Espéculo, Revista de Estudios Literarios. No. 46, noviembre 2010 - febrero 2011, Universidad Complutense de Madrid. http://www.ucm.es/info/especulo/numero46/posilenc.html

Storni, Alfonsina (1956). Antología poética. Buenos Aires: Editorial Losada.

Trakl, Georg (2003). Poemas 1906-1914. José Miguel Mínguez. Barcelona: Editorial Icaria.

Tranströmer, Tomas (2011). Deshielo a mediodía (antología). Roberto Mascaró (ant.). Madrid: Nórdica Libros.

Tranströmer, Tomas (2003). 29 jaicus y otros poemas. Roberto Mascaró (trad.). Montevideo: Ediciones Imaginarias.

Tranströmer, Tomas (1992). Para vivos y muertos (antología). Roberto Mascaró (trad.). Madrid: Editorial Hiperión.

Von Berger, Louise (1992). Prólogo. Para vivos y muertos, antología de Tomas Tranströmer. Roberto Mascaró (ant.). Madrid: Editorial Hiperión, pp. 7-10


[1] Acá, como en otros casos, se indica el año en que se publicó cada libro de poemas de Tranströmer, si bien para efectos de citación se toman los poemas de la antología en castellano Para vivos y muertos, de 1992 de la Editorial Hiperión, cuya selección y traducción fue adelantada por el poeta uruguayo Roberto Mascaró. Fundamental es resaltar, además, que el título de esta antología corresponde al de uno de los libros del Nobel sueco, publicado en 1989.

[2] Omar Pérez Santiago, uno de los escritores chilenos exiliados en Suecia durante la dictadura de Pinochet y quien conociera al poeta y su obra, señala que el Nobel había escrito en 1969 un poema llamado “Concierto de la mano izquierda”. El artículo de Pérez Santiago se titula “La poesía de Tomás Tranströmer y sus vínculos con escritores chilenos” y figura en la sección “Artes y letras” del periódico chileno El Mercurio, 9 de octubre de 2011. http://letras.s5.com/ops111011.html

[3] Se opta acá por la palabra “jaicu”, en vez de “haiku”, en consonancia con la elección escritural de Roberto Mascaro en su libro 29 jaicus y otros poemas de Tomas Tranströmer. Recuérdese que el jaicu es un poema breve originario de la cultura oriental que en castellano tiene tres versos de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente.

[4] Aunque este jaicu es tomado de la antología Deshielo a mediodía de la Editorial Nórdica (Madrid) del año 2011, es necesario indicar que hace parte del libro Prisión, publicado originalmente en 1959 (32 años antes de su afección cerebral).

[5] El jaicu es tomado del libro 29 jaicus y otros poemas, de Tomas Tranströmer, versión castellana y prólogo de Roberto Mascaro (Montevideo: Ediciones Imaginarias, 2003). En dicho libro se incluyen jaicus del poeta sueco creados entre 1996 y 2001.

[6] En este párrafo se coloca entre paréntesis los títulos de los poemas donde se dan las situaciones enunciadas.


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Para efectos de citación:

Gaitán Bayona, Jorge Ladino. La poesía de Tomas Tranströmer y sus “pinceles impacientes por el mundo”. Revista Aquelarre, Volumen 10, No. 21, Año 2011, Ibagué-Colombia, Universidad del Tolima, pp. 127-134. Aparte de la edición impresa, la versión digital de la revista puede leerse en: http://es.scribd.com/doc/72964387/Aquelarre-21-Universidad-del-Tolima

miércoles, noviembre 02, 2011

UNA ANTOLOGÍA DE ANTOLOGÍA

Por Benhur Sánchez Suárez


El libro Cuentos del Tolima, antología crítica (Bogotá: Sello Editorial Red Alma Mater, 2011), ganó Mención de Honor al “Mejor Libro de Mas de un Autor” en el Premio Internacional de Cuento para Libro Édito «Juan José Manauta», organizado en Paraná, Argentina.

El éxito obtenido por el Grupo de Investigación en Literatura del Tolima en Argentina con este premio ratifica la importancia que ha tenido el oficio literario en el contexto de la vida de nuestra región.

Grata noticia cuando vientos huracanados se ensañan contra la educación pública en Colombia y la literatura y su estudio, que sólo producen satisfacciones y un espíritu más tolerante y elevado en sus cultores, pareciera querer hundirse bajo el pragmatismo de la técnica y del dinero.

Posiblemente pocos lean literatura hoy en día, pero son muchos los que saben que la literatura forma espíritus conscientes de sí mismos, tolerantes con el medio hostil en que vivimos, abiertos a la crítica y al diálogo, amantes de la convivencia serena de los seres humanos.

No es un resultado tangible ni cuantificable, no se mide en divisas ni hace parte del PIB, tampoco produce inflación ni sobrepeso (salvo en los trasteos) pero es el alimento más eficaz para lograr una patria grande y sostenible.

Un pueblo lector es menos proclive a la mentira y a las balas y más cercano al saludo fraternal y al abrazo solidario. Pero la creación es un fantasma que yace en el corazón de todo ser humano, sólo hay que despertarlo y hacerlo visible cada día.

Los antologistas, Libardo Vargas Celemín, Jorge Ladino Gaitán y Leonardo Monroy Zuluaga, integrantes del Grupo, demostraron con el libro la importancia del cuento como género literario en el departamento del Tolima y señalaron los autores que han sido la vanguardia de su cultivo, algunos ya desaparecidos como Uva Jaramillo, Luz Stella, Eutiquio Leal, Roberto Ruiz Rojas y César Pérez Pinzón, pero también a los vivos, algunos veteranos del oficio de la escritura con otros más jóvenes, como Germán Santamaría, Hernán Altuzarra del Campo, Policarpo Varón, Carlos Orlando Pardo Rodríguez, Jesús Alberto Sepúlveda Grimaldo, Jorge Eliécer Pardo Rodríguez, Libardo Vargas Celemín, Jaime Alejandro Rodríguez, Alexánder Prieto Osorno, Óscar Humberto Godoy Barbosa y Elmer Jeffrey Hernández Espinosa.

Ellos y sus trabajos, ganadores de premios nacionales e internacionales de cuento, compendian el espíritu de nuestro tiempo y son un claro símbolo del empuje de un universo creativo que también debe ser parte nuestra.

Debemos agradecer a Libardo, a Jorge Ladino y a Leonardo porque nuestra herencia literaria está preservada en esos estudios y esas antologías que ellos emprendieron hace algunos años y hoy florecen y son reconocidos internacionalmente por ser un trabajo meritorio. Felicitaciones.

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Publicado en la sección Opinión de El Nuevo Día, el periódico de los tolimenses, miércoles 2 de noviembre de 2011, p. 6A.

INFORMACIÓN DEL AUTOR: Benhur Sánchez Suárez es un pintor, gestor cultural y escritor nacido en Pitalito, (Huila, Colombia) en 1946. Ha publicado las novelas La solterona (1969, finalista en el prestigioso Premio de Novela ESSO en 1968), El cadáver (1975), A ritmo de hombre (1979), La noche de tu piel (1979), Venga le digo (1981), Memoria de un instante (1986), Así es la vida, amor mío (1996), Victoria en España (2001), El frente inmóvil (2007) y Buen viaje, General (2010). A nivel cuentístico se encuentran sus libros Los recuerdos sagrados (1973) y Cuentos con la Mona Cha (1997). Ha publicado los libros de ensayo Narrativa e historia (1987), Identidad cultural del Huila en su narrativa (1994) y Esta noche de noviembre (1998). Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán e italiano. Además, ha ejercido el periodismo cultural y sus obras pictóricas han sido expuestas en diversos museos. En la actualidad tiene una columna de opinión los miércoles en El Nuevo Día, el periódico de los tolimenses, periódico en el cual orienta los domingos la sección Facetas, cultura al día.

domingo, octubre 30, 2011

VENGANZA Y PERDÓN EN UN MUNDO MEJOR

Por Jorge Ladino Gaitán Bayona

(Profesor de la Universidad del Tolima,

Doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile,

jlgaitan@ut.edu.co).


A fines del siglo XVIII el escritor y militar francés Pierre Choderlos de Laclos había indicado en su novela Las amistades peligrosas: “La venganza es un plato que sabe mejor si se sirve frio” (1990: 21). “La venganza es dulce y no engorda”, expresó en cierta ocasión el gran cineasta Alfred Hitchcock. La venganza como alimento es una idea recurrente, aún en refraneros e imaginarios, no en vano muchos hablan de “matar y comer del muerto”. ¿Barbarie que nunca sucumbe a la civilización? ¿Por qué tantos se toman la justicia por mano propia? ¿Pregunta o aporía? La cuestión es tan compleja que recientes estudios científicos adelantados en Inglaterra y Suiza han comprobado, a través de experimentos con grupos humanos, que el ansia de venganza está emparentada con el apetito. Cuando alguien siente que se comete un acto vil y el responsable no es castigado se genera una alta actividad en su cerebro y luego el estómago segrega grelina, llamada popularmente como “la hormona del hambre”. Lo curioso (o mejor sería decir lo preocupante) es que si ese otro es violentado fuertemente, en el cerebro de quien antes sentía hambre de venganza se activan los mecanismos de placer que conducen a la liberación de serotinina y neurotransmisores ligados a la cuestión de saciar el apetito. Como bien lo sostiene la doctora Tania Singer, “nuestro cerebro tal vez esté diseñado para encontrar placer con el castigo a los culpables” (citada por Fernández de Bobadilla, 2011: fuente web).

Para agudizar lo anterior, podría agregarse que quien siente el hambre de venganza, más allá de las exigencias de su cerebro y su organismo, puede resultar más peligroso si sobre sí reposa una enorme carga de traumas familiares, resentimientos, frustraciones y fracasos recientes. En todo caso, como una cosa es nacer humano (con sus ansias, pasiones e instintos) y otra hacerse humano (más solidario, ético y respetuoso de los otros), pues al final de cuentas, como puntualizara el escritor Grahan Greene, “ser humano es también un deber” (citado por Savater, 1997: 17), cabe resaltar que, ante la monstruosidad de la venganza, existe también la belleza del perdón, el lado espiritual y sublime de quien lo otorga. Derrida habla, justamente, del perdón difícil, algo excepcional y extraordinario pues se mueve en esta tensión: “La profundidad de la falta y la altura del perdón” (citado por Ricoeur, 2004: 585). Esa “altura del perdón”, a la que Paul Ricoeur bautiza como “el himno del perdón” (2004: 586), eleva al ser humano por encima de sus apetitos primarios.

Habría que tener en cuenta esas tensiones entre el hambre de venganza y “el himno del perdón” al contemplar Hævnen, una película del 2010, coproducida por Dinamarca y Suecia, bajo la dirección de la danesa Susanne Bier y guión de Anders Thomas Jensen. Aunque Hævnen traduciría Venganza, fue exhibida en Estados Unidos bajo el título de In a better world y en países de lengua castellana como En un mundo mejor. En el reparto se destacan las actuaciones de Mikael Persbrandt, Ulrich Thomsen, Trine Dyrholm y, sobre todo, los niños William Johnk Nielsen y Markus Rygaard. Esta cinta obtuvo, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Óscar 2011 a mejor película extranjera, Premio Globo de Oro 2011 a mejor película Extranjera, premio a mejor dirección y premio a mejor guión en el Festival de Cine Europeo de Sevilla 2010, Premio Marco Aurelio a mejor película extranjera en el Festival Internacional de Cine de Roma 2010.

A diferencia de tantas producciones fílmicas (frecuentemente norteamericanas) que para abordar los temas de la venganza y el perdón sobrecargan las imágenes con la evidencia brutal de la sangre, los golpes y la violencia para luego transitar a escenas dulzonas de perdones poco creíbles, En un mundo mejor se preocupa por profundizar, ante todo, en las raíces psicológicas del odio y de la reconciliación. De ahí que por encima de los giros de una historia bifurcada entre un pueblo de Dinamarca (donde dos amigos pequeños encuentran en la violencia el desahogo por la muerte de una madre y el cercano divorcio de unos padres) y un campo de refugiados en Sudán (donde un médico sueco se debate entre su ética profesional y la presión de dejar morir a un jefe tribal que tortura mujeres violadas) importa, principalmente, la tremenda fuerza actoral de los personajes, su enorme capacidad de recrear con discursos, pero también con sus gestos, acciones y silencios, sus desencuentros con la existencia y sus desencantos con personas que alguna vez se amaron: el hijo que culpa al padre por la muerte de la madre, la esposa traicionada por su pareja y cuyos niños enfrentan las duras cargas de la inmigración por ser suecos en tierra danesa.

La capacidad del reparto para encarnar odios, angustias, desamparos y reconciliaciones, aunadas a una atmósfera intensa donde juega un papel vital la música de Johan Soderqvist y los juegos de cámara que captan en su lentitud la expresividad misma del paisaje atrapan al espectador, apuntan a sus pensamientos, emociones e, incluso, a sus nervios. El encanto estético de En un mundo mejor es que, más que conmover, logra el efecto de la conmoción. Quien contempla la película no sólo sufre la historia, sino también se ve obligado a revisar su propio pasado, a comenzar la anagnórisis y recordar con angustia aquellas situaciones que podrían haber culminado en la bondad del perdón y no en odios y venganzas que se perpetúan en remordimientos. Precisamente, y sin caer en moralejas ramplonas de las convencionales “películas edificantes”, la cinta dirigida por Susanne Bier, en su complejidad narrativa, su poeticidad, juegos con espacios y su particular forma de ahondar en las conciencias de los personajes, pone sobre escena los límites morales entre la venganza y la justicia, entre la rastrera mezquindad de quien, en ciega obediencia a sus instintos, responde a la violencia con violencia y la altura moral de quien perdona, pues, al fin de cuentas, como dijera Francis Bacon, “vengándose uno se iguala a su enemigo; perdonándolo se muestra superior a él” (1961: 159).


REFERENCIAS BIBILIOGRÁFICAS


Bacon, Francis (1961). Ensayos. Madrid: Editorial Aguilar.

Fernández, Vicente (2011). La ciencia de la venganza. Publicado el 14 de julio de 2011 en Quo.es: http://www.quo.es/ciencia/psicologia/la_ciencia_de_la_venganza

Choderlos de Laclos, Pierre (1990). Las amistades peligrosas. Barcelona: Círculo de Lectores.

Ricoeur, Paul (2004). La memoria, la historia el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Savater, Fernando (1997). El Valor de educar. Barcelona: Editorial Ariel.


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Esta reseña también fue publicada en prensa. Para efectos de citación:

Gaitán Bayona, Jorge Ladino. "Venganza y perdón En un mundo mejor". Facetas, cultura al día; El Nuevo día, el periódico de los tolimenses. Ibagué: Domingo 30 de Octubre de 2011, p. 1-2.


miércoles, octubre 12, 2011

POEMAS DE TOMAS TRANSTRÖMER (PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2011)
















EL ÁRBOL Y LA NUBE


Un árbol anda de aquí para allá bajo la lluvia,
de prisa, ante nosotros, en lo gris derramándose.
Lleva un recado. Saca vida de la lluvia
como un mirlo en un jardín de frutales.


Cuando la lluvia cesa, el árbol se detiene.
Se vislumbra derecho, quieto en noches claras,
en espera, como nosotros, del instante
en que los copos de nieve florezcan en el espacio.



CARA A CARA

En febrero lo vivo estaba inmóvil.
Los pájaros preferían no volar y el alma
rozaba en el paisaje como un barco
roza en el muelle al cual está amarrado.

Los árboles daban su espalda hacia aquí.
El grosor de la nieve se medía con pajas muertas.
Envejecían las huellas de pasos sobre el hielo.
Bajo un toldo se derretía el lenguaje.

Un día llegó algo hasta la ventana.
El trabajo se detuvo, yo levanté la vista.
Los colores ardían. Todo se dio la vuelta.
La tierra y yo dimos un salto hacia el otro.


JAICU 18

Mírame, estoy
como un lanchón en tierra.
Soy feliz aquí.

__________________

Los dos poemas pertenecen al libro Secretos en el camino (1958), se encuentran en: Tranströmer, Tomas. Para vivos y muertos (Antología). Traducción de Roberto Mascaró. Madrid: Editorial Hiperión, p. 42, 43.
El Jaicu figura en: Tranströmer, Tomas. 29 jaicus y otros poemas. Traducción de Roberto Mascaró. Buenos Aires: Ediciones Imaginarias, 2003, p. 58.

miércoles, octubre 05, 2011

"COMO UNA PINTURA NOS IREMOS BORRANDO": LA LÍRICA Y EL LEGADO DE NETZAHUALCÓYOTL



Por Jorge Ladino Gaitán Bayona

(Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima,

jlgaitan@ut.edu.co)


“La muerte es bella porque le da duración a nuestro abrazo” (1980: 40), así lo expresa Marco Antonio Montes de Oca en su libro En honor a las palabras. En él, el poeta juega con la metáfora, la sueña mujer y la mira de frente para insinuarle que ambos nacieron en la misma piedra de los sacrificios y ya sólo les queda unirse para cantar a la muerte que los deshace y alegra. Pero no únicamente Montes de Oca reconoce que “el santo sepulcro lo llevamos dentro” (p. 41), también Jaime Sabines en Algo sobre la muerte del mayor Sabines se acepta “recién parido en el lecho de la muerte” (1994: 364). Cómo no recordar a Xavier Villaurrutia en Nostalgia de la muerte cuando pregunta: “¿No serás, Muerte, en mi vida,/ agua, fuego, polvo y viento?” (2001: 129); ella no responde de inmediato, juega a entrar y salir del poeta y luego advierte: “estoy fuera de ti y a un tiempo adentro” (p. 109). Esa presencia traviesa seduce a Juan Gorostiza en Muerte sin fin cuando afirma: “desde mis ojos insomnes/ mi muerte me está acechando,/ me acecha, si, me enamora” (1997: 48).

Teniendo en cuenta lo anterior, vale la pena preguntarse: ¿Por qué esa extraña relación de varios poetas mexicanos con la muerte? ¿Por qué al mirarla es como si se contemplaran desnudos en el espejo? ¿Por qué la sienten morada y la sufren, ríen y cantan con intensidad? Si "todo el pasado vuelve como una ola” (1981: 42), como destaca un verso del argentino Jorge Luis Borges en su poema Himno, habría que buscar la respuesta a estos interrogantes en el México prehispánico que, como indicó Octavio Paz en su discurso de recibimiento de Premio Nobel en 1990, todavía sigue hablando a su nación a través de sus mitos, leyendas, imaginarios y poemas, un México prehispánico que “no es un pasado sino un presente” (1991: 10). Desde esta perspectiva, es viable indagar en un tiempo y en un espacio que, aunque parezca lejano, le ha heredado a muchos artísticas mexicanos una sensibilidad y un tono particular hacia la muerte.

¿Por qué no viajar entonces al siglo XV, al reino de Texcoco, el lugar más importante de “las artes y las ciencias del mundo náhuatl” (Séjourné, 2003: 45)? ¿Por qué no considerar que una de las fuentes de esa lírica mexicana donde el hombre vive su muerte es la obra de Netzahualcóyotl, el poeta, rey y filósofo de Texcoco, considerado como “la figura más notable que haya surgido de las brumas de la antigua América” (Keen, 1984: 21) en el campo de la creación estética? La importancia de este hombre es un punto de coincidencia entre expertos en literatura náhuatl, entre los que cabe mencionarse a Fernando de Alva ixtlilxóchitl, Daniel G Brinton, Mariano Jacobo Rojas y, principalmente, Ángel María Garibay, Miguel León Portilla y José Luis Martínez.


Aclaraciones previas

La valoración que se efectuará en estas páginas sobre el tema de la muerte en la lírica de Nezahualcóyotl como realidad viva e intensa que mora en el hombre y lo convoca al canto, se realizará a través de una mirada crítica en la que se harán conexiones intertextuales con los poemas de otros mexicanos.

Igualmente, cabe indicar que se parte de dos premisas. La primera gira en torno a la convicción de que en el estudio de la literatura latinoamericana como proceso no puede dejar de explorarse las realizaciones previas a la llegada de los españoles debido a que, como anota Arturo Ardao, “la literatura latinoamericana tiende hoy a rebasar la propia área idiomática de la que saca su nombre” (citado por Pizarro, 1985: 16). Esto implica que debe incluirse en ella también las creaciones indígenas del pasado y del presente, las del Caribe, las brasileras, la de migrantes latinoamericanos en Estados Unidos, etc. La segunda premisa es que la valoración de la lírica de Nezahualcóyotl no es sólo por necesidad historiográfica, sino, ante todo, porque la belleza de sus cantos es evidente y una lectura de los mismos no es ajena al goce y placer estéticos. Difícil no conmocionarse con versos como “soy un canto en el ancho cerco del agua,/ anda mi corazón en la ribera de los hombres” (Netzahualcóyotl, 1984: 208) en Deseos de persistencia, o “sólo las flores son nuestra mortaja” (p. 217) en Poema de rememoración de héroes.

Ahora bien, es prioritario antes de empezar este recorrido por la vida y obra de Acolmiztli Netzahualcóyotl (Coyote Hambriento) señalar que lo conocido de sus cantos, como también de mitos, relatos y poemas náhuatl, ha sufrido lo que se denomina “procesos de transvase” (León Portilla, 1997: 14), en tanto la memoria oral del pueblo Náhuatl, al igual que lo representado en códices, fueron llevados a escritura alfabética y, en dicha labor, “pudo haber tergiversaciones y otras diversas formas de manipulación” (p. 14). Lo primordial es que en la escritura alfabética, más allá del cambio en la forma de transmisión, no haya “una modificación sustancial en el contenido de la expresión” (p. 263). Sumado a este factor, hay que tener en cuenta que cuando Benjamin Keen indica que el poeta de Texcoco es una figura que emerge de “las brumas de la Antigua América” (1984: 21) alude a que únicamente hasta el siglo XX se pudo lograr un conocimiento confiable de su poesía. Se ha comprobado que, excepto un poema recopilado por Fernando de Alva Ixtlilxóchitl en el siglo XVII y otro publicado por Daniel Brinton en 1887 en Filadelfia, lo que se tenía de su creación lírica eran paráfrasis y falsificaciones efectuadas por Fray Joseph de Granados (siglo. XVIII), José Joaquín Pesado (s. XIX) Juan de Dios Villalón (s. XIX) y otros.

Hasta el siglo XX se logró un acceso verosímil a la creación estética de Netzahualcóyotl, principalmente por la labor del padre, filólogo e historiador Ángel María Garibay (Toluca, 1892 -Ciudad de México, 1967) y a su colaborador, el antropólogo e historiador Miguel León Portilla (Ciudad de México, 1926). Sobre la trascendencia del trabajo de Ángel María Garibay es oportuno reconocer:

La contribución del padre Garibay para el conocimiento de la poesía de Netzahualcóyotl es fundamental. En los Romances de los señores de la Nueva España se encuentran veinticuatro poemas del señor de Texcoco, y en las traducciones del Ms. Cantares mexicanos hay otros diez poemas también suyos, más el “Canto a Netzahualcóyotl” y numerosos pasajes en que se encuentran alusiones al gobernante o al poeta. El padre Garibay tradujo, pues, treinta y cuatro de los treinta y seis poemas que hasta ahora pueden atribuirse con certeza al poeta indio (Martínez, 1984: 159).

Tras la muerte de Ángel María Garibay, Miguel León Portilla asumió el liderazgo de las investigaciones sobre las culturas indígenas en Mesoamérica. Del estudio de la lírica del rey de Texcoco ha realizado quince versiones. Sus traducciones poéticas, indica José Luis Martínez, “logran desatarse de la preocupación de fidelidad y de cierta aspereza que a veces tienen las de Garibay, para interesarse mucho más en la calidad sugestiva y en la tersura del lenguaje” (p.160). En realidad, el padre Garibay y Miguel León Portilla son los traductores más confiables para acercarse, desde la lengua castellana, a la lírica de Nezahualcóyotl[1]. No obstante, antes de abordar los cantos del rey de Texcoco, es indispensable aproximarse a la trascendencia que tuvo este personaje en la vida cultural y política del Antiguo México.

La figura de Netzahualcóyotl

A partir de los códices texcocanos Quitnatzin, Tlotzin y Xólotl, así como la Relación de Texcoco de Juan Bautista de Pomar, la Historia chichimeca de Fernando de Alva Ixlilxóchitl (nieto de Nezahualcóyotl), los Anales de Cuauhtitlán, testimonios pictográficos de origen chalcha y tlaxcalteca, y las crónicas de Torquedama, Mendieta y otras fuentes, se sabe que Acolmiztli Netzahualcóyotl (1402-1472) fue el gobernante más relevante del señorío de Texcoco, del cual fue rey por 41 años. Este señorío, si bien era el segundo en importancia política y militar después del reino de México-Tenochtitlán, a nivel cultural, filosófico y educativo se convirtió en modelo para los señoríos vecinos, tanto así que líderes de otras tierras “enviaban allí a sus hijos para aprender lo más pulido de la lengua náhuatl, la poesía, la filosofía moral, la teología gentílica, la astronomía y la historia” (Martínez, 1984: 38).

En Texcoco, el poeta-rey hizo construir bellos jardines, acueductos, casas para la formación en baile y cantos profanos (cuicalli), casas para los cantos divinos y educación superior (calmécac), palacios con archivos que contenían las colecciones de “libros pintados” (genealogías, anales, ritos, oraciones, calendarios adivinatorios, descripciones de tributos). Igualmente, tras promover la Triple Alianza (Tlacopan, Texcoco y México-Tenochtitlán), brindó asesorías para que en el señorío de México-Tenochtitlán existiera un amplio acueducto y el famoso bosque de Chapultepec.


Netzahualcóyotl y sus cantos

Como cuicapicqui, es decir, “forjador de cantos”, Netzahualcóyotl seduce porque la voz poética que traza en sus cantos no la sabe reducida al intimismo; no es la voz al servicio de un yo egoísta que expresa la estrechez de sus afectos. La voz con que funda la belleza le viene prestada por la muerte, es el único atuendo digno que ella le otorga en su transitar por la tierra, tal como expresa en Los cantos son nuestro atavío: Como si fueran flores/ cantos son nuestro atavío,/ oh amigos:/ con ellos vinimos a vivir en la tierra” (Netzahualcóyotl, 1984: 182).

A los amigos a los que se dirige (príncipes, reyes y guerreros) les recuerda que ese canto-flor-atuendo es el único que resiste y puede llevarse a todos lados, pues lo demás que adorna el cuerpo es fugaz, superfluo y destruible; así lo sugiere en su canto El árbol florido: “Aunque sea jade: también se quiebra,/ aunque sea oro, también se hiende,/ y aun el plumaje de quetzal se desgarra” (p. 186). La palabra que el poeta deja brotar de sus labios (por eso en varios versos asocia canto y flor) viene de la conciencia de la finitud, de saber que la muerte, en vez de evadirse, puede ser fecunda cuando se celebra, se confronta y se torna aliciente tanto para provocar preguntas filosóficas y actos de civilización, como también para intentar trascenderla con cantos que instauren una belleza más allá del tiempo de su autor, como si la tumba detuviera el cuerpo, no el nombre de su dueño agitándose con obras imperecederas en otros tiempos y espacios. Intuía que no le bastaba ser rey para ser recordado (así se tratara de 41 años en el poder), que menester era hacerse poeta, o mejor aún, que siendo buen poeta sería mejor rey y su señorío alcanzaría una dignidad más alta que otros con mayor resonancia en lo militar (caso de México-Tenochtitlán). Logró que Texcoco contara más para la historia del arte que aquella que se preocupa sólo de la política y la guerra. No quería una historia que al referirse a él y a su pueblo se limitara a un sumario de batallas y muertos. Su reino era una suerte de Atenas en el mundo mesoamericano, famosas eran no tanto las construcciones donde se formaban los jóvenes para la guerra, sino los palacios y centros artísticos donde se conservaba la memoria de sus ancestros y se aprendía filosofía, ciencia, música y poesía.

En cuanto a los cantos donde aborda las cuestiones bélicas subyace la consideración de que al entrarse en combate se está poniendo en juego el honor que deriva de la muerte y hay un deber moral de llevarla con orgullo y valentía. El guerrero tiene la certeza de que el recuerdo que pueda dejar será por la forma como perece. Por eso, hasta los príncipes que van a la batalla no están agobiados por la tristeza sino por la enorme alegría de conocer que allí es donde han de probarse y darle aura a su nombre; de esta cuestión da cuenta el poema Esmeraldas, turquesas: “Ya se sienten felices/ los príncipes,/ con florida muerte al filo de obsidiana/ con la muerte en la guerra” (p. 214). Es como si la gran muerte le hubiera otorgado a cada ser una muerte pequeña y, por tal motivo, se pertenecen mutuamente y asumen con coraje las afrentas.

Hay una doble fuerza impulsado al combatiente: hombre y muerte juntos en la batalla; ninguno de los dos se sabe huérfano o abandonado por el otro; no es una única mano la que empuña un arma. Late aquí la idea de que el ser no nació solo sino que ingresó al mundo con su muerte minúscula antes de la muerte definitiva. Al respecto, siglos después de Netzahualcóyotl, José Emilio Pacheco en su poema Encuentro -de la serie Tres poemas mortales- sugeriría que incluso, a nivel de juego, el mexicano y la muerte se tienen entre sí, son juguetes mutuos y cuando el tiempo detenga el reloj, el individuo (anciano-niño) se aferrará a ella sin importarle lo demás, como ansiando no perderla:

Nació conmigo la muerte.

Le dieron cuerda

y la echaron a andar,

pero en silencio.

Hemos vivido juntos mucho tiempo

sin embargo nada sé de ella.

No la conozco.

No puedo imaginarla.

Nunca me ha dirigido la palabra.

Sé que está aquí: le pertenezco

y me pertenece.

Cuando se acabe la cuerda

conoceré a la inseparable de mí,

la indivisible visible:

Lo único que en el mundo puedo llamar,

sin jactancia y de verdad, mío (2000: 32).

Necesario es, en esta instancia, retomar los planteamientos de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, cuando en el capítulo titulado Todos santos, día de muertos indaga el sentido de la fiesta para el mexicano, sus burlas al poder, los juegos de máscaras y su particular interacción con la muerte, la que le permite vivir, con la misma intensidad, la alegría y la angustia. Se trata de la festividad y el duelo al interior del mexicano, un ser que en lugar de sentir la muerte lejos o de ignorarla, la convoca, la hace suya, acaso juguete como en el poema antes citado: “Mientras otras culturas no pronuncian la muerte porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente” (Paz, 1996: 80).

Para evidenciar la relación del mexicano con la muerte, el Premio Nobel menciona a dos autores del siglo XX: Xavier Villaurrutia con Nostalgia de la muerte (1938) y José Gorostiza con su poemario Muerte sin fin (1939). Lo que no indicó Octavio Paz en su lúcido libro es que, aguas atrás en el rio del tiempo, ya se evidenciaba este fenómeno en los cantos de Netzahualcóyotl.

Lo más asombroso es que el rey de Texcoco -el único de “los antiguos poetas indios cuyos cantos cubren casi la totalidad de la temática náhuatl” (Martínez, 1984: 103)- logró tejer un hilo conductor entre los diversos tipos de cuicatl (cantos) existentes en su época. Dicho hilo conductor es, por supuesto, la visión de que el ser, tanto en la tristeza como en la efervescencia del baile o del amor, está cercado por la muerte.

La intensidad de la muerte late en las distintas clases de cuicatl cultivados por Nezahualcóyotl: xopancuicatl (cantos del tiempo de verdor), xochicuicatl (cantos de flores), teocuicatl (cantos sagrados), icnocuicatl (cantos de angustia y lamentación). Aún cuando se trata de un xochicuicatl y está convocando a que se aleje la tristeza y se despierte el gozo, no deja de recordar que cobra sentido la plenitud del instante por el hecho de que la existencia sea perecedera. Sugestivo es incluso que el poema donde se aborda esta cuestión se titule Comienza ya:

Deléitate, alégrate,

Huya tu hastío, no estés triste…

¿Vendremos otra vez

a pasar por la tierra?

Por breve tiempo

vienen a darse en préstamo

los cantos y las flores del dios.

(…)

Floridamente se alegran nuestros corazones:

Solamente breve tiempo

aquí en la tierra.

Vienen ya nuestras bellas flores.

Gózate aquí, oh cantor,

entre flores primaverales:

Vienen ya nuestras flores (Netzahualcóyotl, 1984: 180).

A pesar de que, obviamente, Netzahualcóyotl y varios cuicapicquis náhuatl no tuvieron contacto con la civilización romana, lograron crear, lo que en el plano de las equivalencias, es denominado en el mundo occidental como Carpe Diem[2]. Lo que vendría siendo una tipo de lírica náhuatl análoga al carpe diem, se daría por los agudos interrogantes de la cultura Texcoco frente un dios y una muerte que ofrece una “morada de los descarnados”. Textualmente indica Benjamin Keen: “La duda en cuanto al destino del hombre después de la muerte hizo surgir una corriente epicúrea, carpe diem, en el pensamiento náhuatl” (1984: 49).

Los cuicatl donde Netzahualcóyotl está exaltando las flores, la primavera y el espíritu festivo del ser, incorporan la angustia por la pérdida. El poeta se da el lujo de pasar rápido de la risa al llanto, aún en una misma estrofa de Los cantos son nuestro atavío: “Con cantos nos alegramos,/ nos ataviamos con flores aquí./¿En verdad lo comprende nuestro corazón?/ ¡Eso hemos de dejarlo al irnos:/ por eso lloro, me pongo triste!” (Netzahualcóyotl, 1984: 182). Téngase en cuenta que flores y muerte no son simples menciones; ellas estructuran un universo de significación que está en la obra del rey de Texcoco y remiten a la idea de que frente a la muerte, el único lujo posible para el hombre es su canto y éste, si brota como una flor desde la perspectiva náhuatl, no será ajeno a la belleza y al encanto de la aroma esparcida (gesto de ofrenda para que otros escuchen un poema y agradezcan estar vivos por haber gozado ese momento):

Nos ataviamos, nos enriquecemos


Nos ataviamos, nos enriquecemos

con flores, con cantos:

Esas son las flores de la primavera:

¡Con ellas nos adornamos aquí en la tierra!

Hasta ahora es feliz mi corazón:

Oigo ese canto, veo una flor:

¡Que jamás se marchiten en la tierra! (Netzahualcóyotl, 1984: 173).

Y no sólo flores y canto son claves en la lírica de Netzahualcóyotl, también está en otros poetas del antiguo México. Piénsese, por ejemplo, en Aquiautzin de Ayapanco cuando en Canto de las mujeres de Chalco expresa: “deseo y deseo las flores,/ deseo y deseo los cantos,/ estoy con anhelo, aquí en el lugar donde hilamos,/ en el sitio donde se va nuestra vida” (1978: 185). De igual modo, Moquihuitzin de Tlatelolco en su canto titulado Todo lo imagino dice: “Recuerdo el placer, la alegría./ ¿Acaso veremos que se acaban?/ Sin rumbo yo ando/ sin rumbo me expreso./ Donde abren las flores sus corolas,/ donde hacen giros los cantos,/ allí vivía mi corazón” (1978: 214). La conexión flores-muerte es igualmente perceptible en escritores mexicanos contemporáneos, entre los que podría mencionarse a José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, Carlos Pellicer y Octavio Paz. Este último, por ejemplo, en su poema Razones para morir señala: “¿Durar? ¿Dura la flor? Su llama fresca/ en la mano del viento se deshoja:/ la flor quiere bailar, sólo bailar” (1979: 79).

En este punto, en aras de valorar mejor el sentido de los cuestionamientos y certezas de Netzahualcóyotl frente a la muerte, es enriquecedor acercarse a los orígenes y formaciones culturales del señorío de Texcoco. Al respecto, Benjamin Keen indica que el reino texcocano fue “organizado por una dinastía chichimeca en 1260 al noroeste del valle de México y dicha dinastía había absorbido la vieja cultura tolteca” (1984: 21). El legado cultural tolteca era valioso para los habitantes de Texcoco, pues “el pueblo o el periodo tolteca se consideraba el pasado remoto y dorado del conjunto de los pueblos nahuas” (Martínez, 1984: 80). Los toltecas, tras fundar la ciudad de Tollán en el año 856, habían creado un basto imperio, considerado el más importante antes de la llegada de los aztecas. Estos últimos tomaron buena parte de la riqueza cultural y de las figuras míticas toltecas: Quetzalcóatl, Tlaloc y Tezcatlipoca, principalmente.

Lo fundamental del legado tolteca, en términos de la pregunta de un posible más allá después de la muerte, es que inclusive en el Mictlan (el lugar de los muertos que no habían sido elegidos por el sol para acompañarlo) los que perecían, tras ser sometidos a diversas pruebas, se perdían definitivamente. Más aún, aquellos que se transformaban en pájaros para acompañar al sol, después desaparecían. Los pueblos náhuatl que tomaron el legado cultural tolteca creían en dioses, pero no en un alma eterna después de la muerte:

Nunca llegó a concretarse en la poesía y en la sabiduría náhuatl la idea de otra vida después de la muerte. A veces se dice que los muertos van al Quenamican o Quenonamican, o sea al “Sitio en donde de alguna manera se sigue existiendo”, o al Tocenchan, “Nuestra universal y definitiva casa”, aunque la expresión que con más frecuencia se emplea es de que se han ido al Ximoayan, Ximoan o Ximohuayan, “en donde están los descarnados o los descorporizados”, nos explica Garibay. No hay pues, en la poesía de Nezahualcóyotl, como no hay tampoco en toda la poesía náhuatl, indicios de la posibilidad de un alma que nos sobrevive después de la muerte (Martínez, 1984: 118).

Saber que la Muerte mayúscula -no la muerte pequeña que lleva cada hombre para darle sentido a su existencia y a su nombre- es una gran morada (“el sitio de los descorporizados”) le da una fuerza enorme, un tono de celebración y en otros casos de amargura a varios cantos del rey de Texcoco, tal como se descubre en el que sigue a continuación. En este icnocuicatl (canto de angustia y lamentación), el artista deja que su desazón recaiga sobre una expresión tenue, pero altamente evocadora, bastándole pocas palabras para condensar sus contradicciones y deseos:

Estoy embriagado, lloro, me aflijo…


Estoy embriagado, lloro, me aflijo,

pienso, digo.

En mi interior lo encuentro:

Si yo nunca muriera,

si nunca desapareciera.

Allá donde no hay muerte,

allá donde ella es conquistada,

que allá vaya yo.

Si yo nunca muriera,

si yo nunca desapareciera (Netzahualcóyotl, 1984: 207).

En varios de los poemas del rey de Texcoco se detecta que el peso de la tristeza, en vez de explayarse en un discurso quejumbroso o largas expresiones lastimeras, viene casi que insinuado, gracias a una expresión sugerente y concisa. Lo que conlleva a indicar que opera como valor estético la levedad. Dicha levedad no debe entenderse como vaguedad, azar, descuido en la creación artística, imposibilidad de conmoción estética o frivolidad de los versos, sino, por el contrario, como un valor literario que hace morar en una estructura liviana del lenguaje la hondura de una emoción, la intensidad de la amargura y los conflictos que instaura la certeza de la gran muerte. Es la levedad que permite aligerar la expresión, en la cual “los significados son canalizados por un tejido verbal como sin peso, hasta adquirir una consistencia enrarecida” (Calvino, 1989: 28). De ahí el alto valor poético que, desde la lectura actual, se descubre en los cantos de Netzahualcóyotl.

El célebre poeta de Texcoco fue capaz de condensar los más agudos estados de la condición humana de su tiempo y su cultura a través de cantos donde se armonizan la levedad estética, las analogías sorprendentes y el ritmo de las repeticiones que vehiculan cierto tono profético frente a la aniquilación del hombre, como se puede evidenciar en el final del canto Como una pintura nos iremos borrando, uno de los más bellos de la literatura precolombina:

…Como una pintura

nos iremos borrando,

como una flor

hemos de secarnos sobre la tierra,

cual ropaje de plumas

del quetzal, del zacuán,

del azulejo, iremos pereciendo.

Iremos a su casa.

Llegó hasta acá,

anda ondulando la tristeza

se los que viven ya en el interior de ella…

No se les llore en vano

a Águilas y Tigres…

¡Aquí iremos desapareciendo:

Nadie ha de quedar!

Príncipes, pensadlo,

oh Águilas y Tigres:

Pudiera ser jade,

pudiera se oro,

también allá irán

donde están los descorporizados.

¡Iremos desapareciendo:

Nadie ha de quedar! (Netzahualcóyotl, 1984: 204).

Resulta admirable la forma como se logra que la más pesada de las certezas -la caducidad del ser- cautive porque ha alcanzado la dignidad de la belleza, al venir mediada por la armonía y el encanto de una expresión poblada de sugerencias y evocaciones. Su alta conciencia estética en la configuración de los cantos se da porque en el México Precolombino “también conocían las reglas de la retórica y la ciencia de la música” (Keen, 1984: 300). Sus creaciones líricas no eran productos de la repentización, sino de un trabajo con la expresión y de un dominio de recursos artísticos (no es casual que cuicapicqui signifique “forjador de cantos”). En Texcoco se tenía una profunda concepción ética del arte, un bien supremo que no podía depender de las dádivas de la inspiración, sino que requería preparación, conocimiento de la tradición, lucidez, imaginación, rigor y corrección. Ello explica la trascendencia que allí se le otorgaba a los centros de formación artística en tanto, “según el modelo tolteca, ideal de vida civilizada para los antiguos pueblos nahuas, una ciudad comenzaba a existir cuando se establecía en ella el lugar para los atabales, la casa del canto y el baile” (p. 95).


Apuntes finales

La vida y obra de Acolmiztli Netzahualcóyotl (Coyote Hambriento) resultan fundamentales para la historia y el arte latinoamericano. Él posicionó a Texcoco como un centro de irradiación cultural durante el siglo XV en el Mesoamérica. Su lírica era producto de un compromiso con la belleza. En sus 36 cantos hay una elaboración artística que le permite al poeta generar una particular relación con la muerte, vista como una realidad que mora en el individuo, lo desgarra y a la vez le otorga la posibilidad de que, ante la fugacidad de la existencia, anteponga la belleza del canto, como bien lo dice en su poema Alegraos: “sólo con nuestras flores/nos alegramos./Sólo con nuestros cantos/ perece vuestra tristeza” (Netzahualcóyotl, 1984: 182).

La valoración de su lírica es indispensable a la hora de estudiar la literatura latinoamericana como proceso, en tanto fue la voz más destacada en lengua náhuatl. Si como expresa Carlos Pellicer en su poema Discurso por la flores “el pueblo mexicano tiene dos obsesiones/ el gusto por la muerte y el amor por las flores” (2001: 84), habría que considerar que éstas no han sido ajenas al plano estético y encuentran en Netzahualcóyotl una de sus primeras fuentes, un artista que a partir de ellas estructuró su universo lírico; universo que, en todo caso, se sustenta en una expresión sencilla, pero sugerente.


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[1] Precisamente son las traducciones de estos dos expertos las que recoge José Luis Martínez en su libro Netzahualcóyotl, vida y obra (las mismas que se tienen en cuenta en este ensayo).

[2] Este tópico literario invita a no desaprovechar el instante sino a disfrutarlo con entrega. Horacio inauguró una tradición en el arte de cantar el goce de los sentidos, ricamente explotada más adelante por los goliardos -irreverentes poetas y clérigos vagantes- en el Medievo cantando a la primavera y a los deleites que de ella brotan. Esta tradición no ha parado de ser actualizada por poetas de múltiples tiempos y latitudes.


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Para referenciar este ensayo: Gaitán Bayona, Jorge Ladino. "Como una pintura nos iremos borrando": La lírica y el legado de Netzahualcóyotl. En: Aproximaciones a una valoración de la literatura latinoamericana, ensayistas contemporáneos. Compilación de Albeiro Arias. Bogotá: Biblioteca Libanense de Cultura, 2011, p. 132-142.

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